De heladero a profesor de tabla
Domingo, 12 de enero de 2014 | 4:30 am
Trabajó con una carretilla en las playas de Lima, pero
poco a poco se hizo surfista. Gilberto Marcas, más conocido como “El
gordo de Punta Roquitas”, ahora tiene una escuela y más de treinta
alumnos.
Texto: Oriana Lerner K.Fotografía: Alberto Pereira.
Gilberto Marcas tenía nueve años cuando un carro lo atropelló cerca del parque Fátima en Chorrillos, a tres cuadras de su casa. Estaba con Gerardina, su madre. Iba a recoger una carretilla de helados, pero terminó en el hospital donde permaneció once meses internado.
Estuvo en coma nueve de ellos. Cuando despertó no podía mover las piernas. “¿Y ahora cómo voy a trabajar?”, se preguntaba. Semanas de rehabilitación y mucha fuerza de voluntad hicieron que las piernas le funcionaran nuevamente.
Desde entonces se dedicó a ayudar a sus padres en el kiosko que tenía en la playa Punta Roquitas, Miraflores. Con sus nueve hermanos recorría desde muy temprano los parques de Barranco y Chorrillos y finalmente bajaba a las playas de la Costa Verde.
Durante el verano el negocio era estable, pero en invierno las ventas caían mucho, con las justas llegaban a los diez soles diarios.
Gilberto necesitaba trabajar en algo más para ayudar a mantener a los once integrantes de su familia.
Salvado de las aguas
Tenía diecisiete años y casi no sabía nadar, pero el calor que sentía mientras pedaleaba su carrito de helados era insoportable. Así que Gilberto se metió al agua para refrescarse. El mar estaba bravo, y de pronto vino una ola que lo jaló hacia adentro. Estuvo a punto de ahogarse pero un tablista lo rescató. Así creció "El Gordo", como lo conocen todos sus amigos, entre accidentes y muchos kilómetros de playa recorridos, montado en su carretilla de D’Onofrio.
Cuando pasaba por el club Waikiki se encontraba con el ahora campeón nacional de tabla, Gabriel Villarán, quien esperaba día a día a Gilberto. Le compraba una cajita de bombones y se iban juntos a la playa. Se hicieron grandes amigos. “Yo lo jalaba en mi carretilla hasta Punta Roquitas”, recuerda claramente. Ahí Gilberto se detenía para almorzar y saludar a sus padres.
En aquella playa estaba la escuela de Carlos “Chalo” Espejo, reconocido tablista y campeón nacional en 1984 y 1987. Pronto, los cuarenta alumnos de Espejo se convirtieron en caseritos de Gilberto. En ocasiones, "El Gordo" ayudaba a sacar las tablas del mar, recogía las carpas y recolectaba los trajes de baño. Poco a poco aprendió a nadar y en sus ratos libres entraba al mar con los alumnos para correr tabla.
A los veinte años ya tenía una buena técnica y empezó a gustarle este deporte. Pero sólo lo practicaba esporádicamente, cuando no tenía clientes y podía estacionar su carretilla en la orilla. El apodo de "gordo" es muy preciso. Al salir del mar, Gilberto recuerda que iba en busca de un Maxibón, su helado preferido. “Me comía dos o tres helados al día”, dice sonriendo.
El Profesor "Gordo"
“Papá, mamá, familia: voy a ser profesor de tabla”, les dijo Gilberto un sábado por la tarde mientras almorzaban. A su anuncio le siguió un largo silencio. La noticia fue impactante porque significaba dejar atrás un estilo de vida familiar, pero pronto todos entendieron que esta etapa traería cosas buenas. “Chalo” necesitaba una mano así que contrató a Gilberto.
La vida de “El Gordo” cambió radicalmente a los treinta años. Ahora ya no maneja un triciclo con helados, ahora tiene una camioneta llena de tablas, bloqueadores solares y artículos deportivos. Sus colegas heladeros lo miran y no pueden creerlo. “Cómo has hecho para conseguirla”, le preguntan. Sus treinta y cinco alumnos han hecho que pueda darse algunos gustitos. Pero él sigue trabajando duro. Se levanta a las cinco de la mañana y a las seis y media ya está haciendo estiramientos con su primer alumno. Es el más ágil que tiene. Con 65 años corre mejor que muchos de los jóvenes que llegan por la tarde. “El Gordo” se enorgullece cuando todos lo miran con sana envidia, es su alumno preferido. No para, trabaja de lunes a domingo todos los días del año y regresa a su casa por las noches para irse directamente a la cama.
Vida familiar
“El Gordo” está feliz. Agradece que algunas cosas no hayan cambiado. Trabaja rodeado de su familia. Tres de sus hermanos siguen siendo heladeros y mamá Gerardina llega por las tardes a Punta Roquitas para abrir su kiosco. Trabajar en la playa es para él una bendición, cambiar el dulce de los helados por la sal de mar lo ha convertido en un gran profesor y ejemplo familiar. A pesar de ello, me confiesa que quisiera ser piloto. ¿”Estás seguro?”, le pregunto.
Se ríe y entiende que ya es un poco tarde para ello. Por el momento disfruta corriendo tabla con Gabriel Villarán, su amigo de aquellas aventuras infantiles.
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