El guardián del pollo a la brasa está preocupado. Es el segundo hijo del hombre que levantó la primera pollería del mundo. Suele tener el estado de ánimo de un anfitrión en plena fiesta. Sonríe y saluda a todos como si en vez de comensales fueran amigos. Pero ahora no tiene motivo para contar una broma: su proveedor de pollos anda desaparecido. Mantener viva la tradición del pollo a la brasa es el objetivo de este hombre alto, de voz potente y nasal que no parece pertenecer a su cuerpo. Sentado en una de las mesas de madera rústica de El Pillo —su restaurante—, marca una y otra vez su teléfono celular. Con cada llamada que llega al buzón de voz, presiona con mayor intensidad la pantalla táctil. Qué inútil es la tecnología de punta para molestarse.
Son las cuatro de la tarde de un jueves feriado y solo hay dos mesas ocupadas por unos comensales. Se aproxima el fin de semana, dos días intensos que requieren de una logística que no acepta celulares que no contestan. Más de la mitad de la carne que se come en el Perú es pollo. Las ventas anuales de la industria avícola supera los dos mil quinientos millones de dólares, un poco menos de la mitad de dinero que el Perú le designó a la educación de todo el país en el 2013. Cada peruano llega a comer veinticuatro pollos al año en promedio. Solo superado en Latinoamérica por Brasil, el quinto país del mundo en población. Somos un país pollero, al punto que en el 2004 el pollo a la brasa fue declarado Patrimonio Cultural de la Nación y lo celebramos cada tercer domingo de julio. La importancia de El Pillo es salvaguardar esta tradición para el futuro. Solo allí se cocinan pollos de hasta veintiún días, como la receta original. Como los pollos ganan cincuenta gramos de peso en verano al día —y solo veinte en invierno—, ingresan en el instante preciso para que el pecho tenga la suavidad del muslo. Mientras más días, más dura es la carne. Por eso la desesperación de hablar con la persona encargada de traer los pollos desde Chincha, a un par de horas al sur de Lima, hasta su restaurante en Santa Clara, un lugar ideal para escapar del cielo gris de la capital del Perú: todo el año sale el sol.
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En Lima, hasta antes de los años cincuenta, el pollo costaba tanto como el caviar. Hoy las pollerías son la franquicia más poderosa del Perú. Venden más de cuatrocientos millones de platos de pollo a la brasa al año en un país en el que apenas somos un poco más de treinta. El origen de este negocio de comida rápida ocurrió hace sesenta y cinco años. Un hombre había pintado su granja de azul para espantar las moscas, sin éxito. Criaba pollos pero el negocio no marchaba bien. Roger Schuler era un suizo de ascendencia egipcia que intentaba sacar provecho de la mala suerte. Cuando el negocio quebró, colocó un aviso anunciando que en ese lugar por cinco soles podrías comer todo el pollo que quisieras. Walter Gross, un millonario suizo que traía maquinaria pesada al Perú, vio el aviso y reservó un almuerzo para treinta personas con seis semanas de anticipación. La casa de Schuler no era suficientemente grande para recibir a tanta gente, y su cocina tampoco. Compró una viga, tumbó la pared y la extendió para poner la mesa. Le puso de nombre Granja Azul. Solo faltaba el horno. Le pidió a un compatriota ingeniero, Franz Ulrich, que le construyera uno para asar mucho pollo a la vez de forma uniforme. El resultado de ese invento es que en el Perú se abren ocho mil pollerías al año, según la Cámara de Comercio de Lima. En Estados Unidos, la cadena de restaurantes Pio Pio tiene ocho locales y factura quince millones de dólares anuales. Solo el de Manhattan vende ocho mil pollos a la brasa al mes, y dicen que Cameron Diaz es fanática de su ají a base de huacatay. Pardos Chicken, Las Canastas y La Caravana también han abierto locales en Estados Unidos, México y Chile. En China, Brasa Chicken tiene tres locales y planea abrir veinte.
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El verano del 2015 ha debido ser una buena temporada para el algarrobo. Después de años sin lluvia en el norte del país, torrenciales aguaceros, que ya han costado más de doce millones de soles en pérdidas, anunciaron la llegada de El Niño, un fenómeno que renueva el ecosistema de los bosques secos, ya que incrementa los niveles de agua bajo el suelo y dispersa las semillas. Los piuranos clasifican a los algarrobos según el año que hubo El Niño. “Esos son del 97 y los otros, del 82”, señalan. Pero esta no es la historia del lado positivo de un fenómeno que en lo que va del año ya ha arrasado más de siete mil hectáreas de cultivo. Es la historia del sobreviviente Prosopis pallida, sobre cómo se ha convertido en una víctima silenciosa de veinticinco metros de altura. Sobre la forma en que su tronco retorcido, denso y fuerte, que da vida y sombra a la gente que se cobija bajo él, está perdiendo la batalla contra el deseo muy humano y citadino de no cocinar los domingos. El algarrobo es la mejor leña o carbón para el pollo a la brasa y existe un mercado ilegal que está acabando con sus bosques en el norte del país. Estamos acostumbrados a oír historias de animales en extinción a causa de su indiscriminada caza. Nadie espera que en el futuro el pollo a la brasa desaparezca, pero la receta original se extinguirá si los bosques de algarrobos de Piura continúan calentando los hornos de miles de pollerías.
El Gobierno Regional de Piura hizo un cálculo de la deforestación de algarrobo en su región y, estimando que en Lima existieran dos mil quinientas pollerías que compren un promedio de un saco al día, estas necesitarían ochocientos mil sacos de carbón al año para poder suplir esa demanda. Un total de trece mil hectáreas de bosque, el tamaño de la Provincia Constitucional del Callao. El negocio de la leña o carbón, formal e informal, mueve alrededor de cincuenta millones de soles al año. Solo en el 2013, entre los bosques de Tumbes, Piura y Lambayeque, se extrajeron mil toneladas legales de esta leña. Un detalle es que en el Perú no existe bosque de algarrobo con permiso para ser tumbado, solo está permitido hacer leña del árbol muerto o caído. En la oficina del Servicio Nacional Forestal y de Fauna Silvestre (Serfor) en Piura calculan que, por cada tres camiones de sesenta mil kilos de carga legal, salen quince ilegales.
Hay algo desalentador para cualquier conductor en el camino que lleva de Lima hasta Tumbes en la frontera de Perú con el Ecuador. No son las veinte horas de viaje en bus. Tampoco el calor. Es el paisaje. El cronista español Fray Reginaldo recorrió en mula hace tres siglos la misma ruta y describió el paisaje como un tupido bosque de algarrobo. Hoy ese bosque es arena y sobre las dunas, que se extienden hasta el mar, hay cientos de granjas de pollos. Pero no son las coloridas granjas de los comerciales, llenas de vida y de naturaleza. Son lugares infestados con moscas donde se respira un aire enrarecido, como si hubieran molido pescado y pollo. Estos campos de concentración avícola se han mudado ahí para no molestar a nadie. El bosque de Fray Reginaldo ahora es un desierto donde ningún ser vivo puede echar raíces.
Cuando uno baja la ventana del auto, el viento puede hacer tambalear una camioneta como si fuera una bicicleta y la arena te golpea raspándote la cara. La ausencia de árboles permite que el viento corra en libertad. Suena poético pero no lo es. A lo largo de la ruta, varios letreros alertan sobre el arenamiento del camino. La arena en la pista aumenta las probabilidades de que termines en los titulares de los noticieros nocturnos. Parece un riesgo menor, pero acabar con los árboles tiene consecuencias peores que no tener un lugar con sombra. Un estudio del doctor David Beresford-Jones, investigador de la Universidad de Cambridge, concluyó que una de las razones de la desaparición de la cultura Nasca fue que acabó con sus bosques de huarango, llamado algarrobo en el norte del Perú, para instalar campos de cultivo. Cuando llegó el fenómeno de El Niño, las inundaciones y deslizamientos fueron letales. Encontraron los suelos débiles por falta de estos árboles con raíces que llegan a medir más de ochenta metros bajo suelo, un ancla del tamaño del hotel Marriot de Lima enterrada para evitar los huaycos y captar el agua del suelo. El cambio climático es algo que muchos sienten a futuro lejano, pero lo cierto es que ocurrió en el pasado y es el presente de millones de personas.
No es difícil distinguir el momento exacto en que se convierte en carbón un algarrobo. Suelen elevarse delgados hilos de humo. Los taladores colocan todos los pedazos de algarrobo en el suelo y los cubren con tierra. Le prenden fuego y van controlando el calor para que no terminen en cenizas y puedan ser utilizados en hornos para hacer pollo a la brasa. Dicen que cuando prende tiene olor a tocino, y que un olfato novato no lo diferenciaría. Mueven los trozos de carbón con lampas, preparándolo para las pollerías de Lima.
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En Piura los ventiladores no refrescan. Son soplidos calientes que golpean la cara. En febrero pasado la temperatura superó los 37,5 grados centígrados, igualando el límite histórico de la región de hace 30 años. Lo malo es que el cuerpo siente cuarenta. Esta región es la segunda con más incidencia de cáncer a la piel en todo el país, solo después de Lima, que tiene seis veces más población. Es una región que está perdiendo su esperanza por nuestra hambre. En el 2014 llovió tan solo una vez. Los bosques son los que generan lluvias, bombean la humedad tierra adentro y la expulsan al ambiente. Son veintiún mil hectáreas de bosque deforestadas anualmente en toda la región. Sin árboles, todo es más seco aun.
Uno de los pocos lugares frescos es la Universidad de Piura. De las ciento treinta hectáreas, noventa son un bosque de algarrobo reforestado a fines de los años sesenta. Uno de los profesores que se ha pasado investigando el algarrobo durante más de veinte años, Gastón Cruz, es amable y de tono gentil. Él cuenta que el otro enemigo del algarrobo es la falta de agua. Desde el 2005 hasta marzo de este año, la región se encontró en una de las sequías más intensas de las últimas décadas. Una de las características más llamativas del algarrobo, y que explica su supervivencia en estos climas, es que, si este muere, su corteza se pela y descascara, pero si está vivo, una leve lluvia es suficiente para ponerlo verde. Su denso tronco y largas raíces son el reflejo de su fortaleza, que hace tan cotizada su leña y carbón. Cuenta Cruz que trabaja junto a las comunidades de Tambo Grande y Chulucanas en el aprovechamiento del algarrobo. Hacerlo harina, café, algarrobina, pan, tofis, y mejorar la economía de una población rural en Piura es su misión. Tan solo en el 2013 se exportaron más de setenta y cinco mil dólares en algarrobina y harina de algarrobo a Estados Unidos. Con más apoyo y organización, esta producción podría ser mayor y mejoraría la vida de más de doscientas mil personas que viven en este bosque árido y abandonado por autoridades que se sienten todavía más abandonadas.
En la Administración Técnica Forestal y de Fauna Silvestre (ATFFS), una casa antigua con las ventanas abiertas, el jefe Rafael Velásquez Campos, en medio de montículos de papeles, fólderes y libros, está resignado. Al calor, a los problemas, a las mafias y a los poderes que no le dejan hacer su trabajo. Sin árboles su labor no tiene sentido, y las incontrolables actividades que se realizan en el bosque le quitan motivación. Muy pocas agroindustrias cumplen con proteger al menos el treinta por ciento del espacio de cultivo, como manda la ley. Las mafias que extraen leña y carbón de algarrobo consiguen guías de transporte forestal en blanco que les permiten legalizar su carga y recorrer con libertad la carretera. Se queja de que tan solo hay ocho policías ambientales en toda la región, que ni siquiera tienen armas ni camionetas para movilizarse. Los traficantes les inventan juicios y el Estado tampoco los defiende. Todos saben quiénes son, pero nadie hace algo.
— ¿Y qué hago? ¿Lloro? —pregunta Velásquez ante la mirada de cuatro de sus técnicos.
Incluso cuando se intenta hacer algo es difícil. Un año atrás, la ingeniera Herlinda Julca, técnica de la ATFFS, salió a la Comunidad Campesina San Martín de Sechura junto con dos camiones, tres especialistas, cuatro policías y un fiscal ambiental. Un camión con treinta y dos mil kilos de carbón estaba listo para perderse en la Panamericana Norte y la misión era detenerlo. Apenas llegaron al lugar, fueron rodeados por los comuneros. A los quince minutos tenían veintiocho motos, cada una con dos personas y metralletas encima dándoles vueltas como si fueran ganado. Ella pensó que morían. Les llovieron piedras, palos y hasta balas. “Y en medio de la nada, no te puedes poner machito —dice Julca—, tan solo te vas”. Llenos de arena y solo con diez sacos de carbón decomisados, regresaron a su oficina. Impotentes como todos los días.
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Toma cuarenta y cinco minutos llegar desde la ciudad de Piura hasta el poblado de Locuto, al sur. No corre viento y te sientes en un sauna. Estela Arrollo sonríe y se le inflan los cachetes. Su cara es redonda como el sol, pero este le ha dejado la piel color algarrobina. Es la presidenta de la Asociación de Mujeres Apóstol San Juan del pueblo de Locuto, y junto con quince emprendedoras le sacan el jugo al bosque sin talarlo. Preparan algarrobina, tofis, pan y combinados de miel, todo a base de la algarroba. Vive en una casa mitad ladrillo mitad triplay en un desierto con árboles que, con su sombra, ya han hecho bastante. Arrollo tiene la cabeza y el polo mojados. Se ha bañado por segunda vez en el día, un lujo en Locuto, donde el agua cuesta diez veces más que en Lima.
Las casi nueve mil personas que viven en Locuto tienen que esperar la llegada de un tanque cisterna para tener agua. Todos se acercan a un lado de la carretera y amarran sus galoneras en el lomo de sus burros para llevarlas a sus casas. Estela Arrollo gasta ochenta soles al mes, cuatro días de trabajo para una mujer rural en Piura. A pesar de los problemas, los hijos de Arrollo son profesionales gracias al algarrobo. El menor está terminando la carrera de Administración de Negocios en Piura y está abriendo su propia fábrica de productos derivados de la algarroba. La hija mayor es ingeniera y trabaja como supervisora de los cultivos de mango y uva. No tiene trabajo fijo y se tiene que estar moviendo dependiendo de la temporada de cada fruta. En el pasado, los pobladores de Locuto cortaron su bosque por necesidad. La ausencia de lluvias y del Estado los empujó a hacerlo. Sin agua los árboles se secan, no florecen, las abejas desaparecen, no se produce miel, los animales no tienen qué comer y todo se va muriendo alrededor, incluso la gente.
No muy lejos de ahí, los bosques de Zapotillo, al sur de Ecuador, están llenos de Palo Santo, usado como incienso con propiedades relajantes. La tala estaba acabando con este árbol. Con la ayuda de la Universidad de Loja y Naturaleza y Cultura Internacional (NCI), ahora los campesinos extraen los aceites esenciales de los frutos y los venden para perfumes de la marca Natura.
Arrollo y sus vecinas empezaron con la asociación en el 2003. Fueron apoyadas por distintos programas que les financiaron el mejoramiento de sus cocinas y la construcción del techo y el piso del taller que está ubicado a la vuelta de su casa. Hoy producen hasta quinientos kilos mensuales de algarrobina. Un árbol caído representa cincuenta soles de ganancia. Aprovecharlo sin talarlo, doscientos. La misión de Estela es seguir demostrando que más vale árbol en pie que hecho leña.
En San Martín, seis personas se dieron cuenta de que se estaban quedando sin bosque y crearon la Asociación el Bosque del Futuro Ojos de Agua. Protegen una concesión para conservación de más de dos mil cuatrocientas hectáreas. Juntaron todos los restos del coco y jugaron con ellos hasta convertirlos en carbón. Hoy distribuyen este producto en el norte del país y en Lima. En el Ministerio del Ambiente del Perú quieren replicar ese ejemplo y dicen estar preparando un proyecto para usar este carbón en reemplazo del algarrobo, kiawe, huarango o bayahonda. En Estados Unidos venden unos polvos de algarroba que llaman “mesquite”. Sirve para rociarlo sobre la leña para darle el sabor ahumado que tanto buscan los polleros en Perú. Buscar formas ecoeficientes para aprovechar los recursos no es una opción, sino una necesidad cuando la vida de miles de personas está en juego.
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En otro tiempo, Jimmy Schuler no era el preocupado guardián del pollo a la brasa. Los rumores cuentan que en los años setenta Julio Iglesias lo buscaba enfurecido por haberle robado la atención de una dama, que podía darse el lujo de realizar fiestas con whisky interminable y que se le veía por las calles de Roma manejando un Rolls-Royce. Pero de ese pasado solo han quedado anécdotas. Tiene un Mercedes con el motor fundido, la sala de su casa ahora es un bar y la piscina hasta hace poco fue una granja de pollos. Todo puede cambiar para mejor o peor, pero hay ciertas cosas que un hombre debe tratar de mantener. Algo simple y sencillo. Una forma más pura de hacer las cosas. Una receta. Protegerla de un país donde nunca existe una sola forma de hacer las cosas. Existe el pollo a la brasa a la hindú (con curry), achifado (con salsa de soya), al barril, en caja china, en arroz chaufa, con mucho ajo, y hasta en medio de un pan y empanadas. Tonterías. Para Schuler, comer pollo a la brasa es una experiencia que no solo trata de sabores sino de texturas. Comerte los cartílagos. “Yo me como hasta las huesos”, anuncia con la boca abierta. Todo empieza en la leña o carbón quemándose a fuego lento, perfumando en veinticinco minutos de cocción a una hilera de pollos que dan más de mil revoluciones hasta estar a punto. Lleva más de cuarenta años cocinando este plato como lo hacía su padre. Evitando las tendencias, manteniéndolo simple: un pollo tierno, sal, horno caliente y algarrobo.
Jimmy Schuler sigue intranquilo. Se para de la mesa y pide otro teléfono para llamar al repartidor que no le contesta. Lo que el guardián del pollo a la brasa desconoce es que dentro de poco tendrá un problema que no se podrá resolver ni con mil llamadas perdidas.