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Monday, August 27, 2012
A TODA VELA
LIBRO A TODA VELA de Alejandro Hughes
A Toda Vela. 25,000 millas persiguiendo un sueño.
Las múltiples y fascinantes aventuras, peripecias y riesgosas experiencias vividas por los primeros peruanos en dar la vuelta al mundo navegando en un velero deportivo, el Sealestial, son relatadas en este libro.
El armador y capitán de este periplo, Alejandro Hughes, narra en una forma amena los detalles de esta circunnavegación que tomó 294 días en completarse. Partieron del Perú, cruzaron el Pacífico visitando la Polinesia y Melanesia, navegaron el mar de Coral y el mar de Arafura en Australia. Atravesaron el mar de Timor y todo el océano Índico hasta llegar a África. Bordeando este continente alcanzaron el Atlántico y navegaron durante 31 días seguidos hasta el mar Caribe. Entraron nuevamente al Pacífico por Panamá para arribar a su punto de partida: el Callao.
La narración nos pasea por lugares exóticos y paradisiacos, nos pone en contacto con numerosas especies de aves, peces, delfines, ballenas y otros ejemplares de la vida marina, y nos enfrenta con las siempre cambiantes y a veces rudas fuerzas de la naturaleza. Múltiples averías y contratiempos a bordo se suceden y conspiran para entorpecer el avance de la expedición, debiendo ser superados uno a uno a lo largo de todo el viaje. Un principio de incendio a bordo, falta de agua potable y energía, enervantes e interminables calmas, fuertes tormentas con vientos huracanados, sospechosos encuentros en alta mar con extrañas naves, y otros innumerables percances debieron ser sorteados para logar completar exitosamente la vuelta al mundo.
Resulta interesante percibir cómo, en un inicio, las dificultades, sacrificios y privaciones de la vida a bordo, la lejanía de los seres queridos y la continua convivencia con el peligro van minando la moral de la tripulación y la manera en que posteriormente la sensación de orgullo por los logros y el progreso alcanzado se acentúan con la creciente cercanía de la meta y el éxito de lo realizado.
Además de constituir un cautivante relato, A TODA VELA es un documento que registra con lujo de detalles la primera vuelta al mundo navegando a vela realizada por seis intrépidos peruanos: Rodolfo Bauer, Alejandro Hughes Muñoz (Capitán) y su hijo Alejandro Hughes Pardo, Alexis Parodi y los hermanos Teófilo (Pocho) y Cirilo Vallejos en un entrañable velero: el Sealestial.Las múltiples y fascinantes aventuras, peripecias y riesgosas experiencias vividas por los primeros peruanos en dar la vuelta al mundo navegando en un velero deportivo, el Sealestial, son relatadas en este libro.
Soltamos amarras a las 18:00 h, y a medida que nos apartábamos miré la boya del Sealestial, cosa que uno hace instintivamente cada vez que sale a navegar, pero esta vez era diferente; pensé: ¿hasta cuándo...?
Salimos del fondeadero a motor, lentamente y para cuando nos encontrábamos al través de la escollera de la Escuela Naval del Perú, ya navegábamos solo a vela con mayor y genoa.
— Yacht Club, Yacht Club, aquí Sealestial, se escuchó por el canal 68 de radio VHF.
— Adelante Sealestial, aquí Yacht Club— respondió con voz clara y amable Ivonne, la radio operadora del Yacht Club Peruano en La Punta.
— Yacht Club, aquí Sealestial, informando partida con seis peruanos a bordo, DESTINO: VUELTA AL MUNDO. Sealestial, cambio y terminado.
Se volvió a escuchar la siempre agradable voz de Ivonne, esta vez un poco entrecortada, que contestaba:
— ¡Sealestial! ¡Buen viaje, buenos vientos y que Dios los acompañe! Quedo a la escucha por este canal.
Se produjo un silencio... Varios ojos se humedecieron, varias gargantas se secaron y algunas se anudaron. De esta manera cumplimos con el último requisito de la partida y ese fue el último intercambio de mensajes radiales que por mucho tiempo mantendríamos con el Club. A bordo, todos estábamos bastante emocionados.
Esa primera noche era bastante fría y un poco húmeda. A medianoche ya habían desaparecido por la popa las luces de la ciudad, así como el fuerte destello del faro de la isla de San Lorenzo; solamente permanecía en el cielo un casi imperceptible resplandor en el horizonte lejano, indicando dónde había quedado Lima. Se respiraba ya ese aire con fuerte olor a yodo que se siente en alta mar y que nos acompañaría por mucho tiempo.
El viento había aumentado de intensidad y hacíamos 9.3 nudos. El sonido del agua acariciando el casco del Sealestial se hacía más notorio: era como un arrullo que pretendía consolarnos mientras éste avanzaba surcando un océano oscuro, pero lleno de fosforescencia, dejando una estela de plata por su popa. Poco a poco todos fuimos dejando las palabras y terminamos por encerrarnos en nuestros pensamientos, mientras ajustábamos el cuerpo en la posición más cómoda para compensar el movimiento y la leve escora hacia estribor que el Sealestial había adoptado a causa del viento Sur que recibía por babor.
De pronto, me invadió súbitamente una sensación de angustia similar a aquella que sentía los domingos a eso de las seis de la tarde, cuando era niño de edad escolar y pensaba en la mañana del lunes y en el colegio… así como en las tareas que aún tenía que completar. Claro que en esta ocasión pensaba en la enorme responsabilidad que había asumido respecto al bienestar y la seguridad de la tripulación y al éxito del viaje. Resonaban en mi mente una y otra vez las palabras que la mamá de Cirilo y Pocho me había dicho al despedirme:
— Cuídeme bien a mis hijos...
Siento nostalgia y tengo deseos de llamar a casa para despedirme de la familia y agradecerle por todo lo que me ha ayudado y soportado durante la preparación del viaje, pero el teléfono satelital no funciona. Trato de usar el modem del PSEA-mail, que utiliza una frecuencia de radio para comunicarse por Internet, pero éste tampoco funciona y no tendremos e-mail por un tiempo… ¡Qué lástima! Sin embargo, no me llama mucho la atención ya que el teléfono y el PSEA-mail fueron instalados a último momento debido a demoras en la aduana y no tuvimos tiempo de probarlos; ya veremos dónde podremos arreglarlos durante el viaje.
Aumenta el viento y hacemos 10 nudos, que es una magnífica velocidad para un velero. El mar está relativamente calmo, con largas olas que recibimos por la aleta de babor y nos empujan. Es un placer sentir cómo navega el Sealestial: se escora o inclina un poco al recibir la racha de viento, va aumentando su velocidad y parece entrar en un riel en bajada, y cada vez más rápido va hundiendo levemente la proa en la ola delantera de donde nacen unos enormes bigotes de espuma, que partiendo de ambos lados de la proa salen volando hacia los costados, cual si fueran chorros de una fuente de espuma blanca. Cuando el viento amaina un poco o la ola en la cual va montado el Sealestial se cansa de empujar y simplemente pasa por debajo, el barco se sienta en su popa levantando levemente la proa y luego se nivela; los bigotes se achican, el susurro que produce el agua al pasar se atenúa, la velocidad cae un poco, la tensión en las velas y aparejos disminuye, los músculos de la tripulación se relajan y buscan otra posición. Luego el Sealestial comienza a hacer varios movimientos pendulares, de proa a popa, que marcan una nueva cadencia, con su propio ritmo, sonido y otro nivel de velocidad. Cuando ya estamos acostumbrándonos a este nuevo movimiento pendular, de repente se siente en las orejas y la nuca la presión del viento que aumenta y en los fondillos también se percibe cómo un nuevo tumbo se echa el barco al hombro, levanta la popa y se lo lleva acelerando más y más... Nuevamente entramos en la bajada del tren fantasma, con sus ruidos, temores, emociones y, por supuesto, sus enormes bigotes blancos. De esta manera vamos devorando millas en nuestra primera noche de navegación.
Líneas de vida
Al amanecer, Alec colocó las “líneas de vida”, puesto que estábamos entrando en una zona donde puede haber tormentas tropicales, que aparecen sin aviso en forma abrupta y vienen cargadas de fuertes vientos, que generalmente azotan durante períodos relativamente cortos —entre dos o tres horas y a veces menos.
Las líneas de vida son dos tiras de un tejido nylon muy resistente, de una pulgada de ancho, que se colocan en cada banda sobre la cubierta, de proa a popa. Sirven para engancharse a ellas, mediante un mosquetón fijado en el extremo de un cabo de dos metros, cuyo otro extremo está amarrado a una especie de chaleco, fabricado con el material de los cinturones de seguridad, denominado arnés.
El arnés forma parte de la indumentaria obligatoria cuando se sale a cubierta en condiciones de mal tiempo, y también siempre que sea necesario hacer alguna maniobra que conlleve riesgo de “hombre al agua”.
Si se produce la caída al agua de un tripulante que tiene puesto el arnés y está amarrado a la línea de vida, el accidente no pasa de causar un susto con chapuzón incluido y un poco de esfuerzo para volver a subir a bordo ayudado por el compañero de guardia.
En cambio, la caída al agua de un tripulante que no viste arnés, es la peor pesadilla para todo el que navega —y que siempre persiguea todo capitán—, ya que existe una gran posibilidad de perder para siempre al hombre que cae al agua y de que no pueda ser encontrado ni rescatado por más que lleve puesto un chaleco salvavidas.
Cuando una persona está flotando en el océano, lo único que asoma fuera del agua es su cabeza y esporádicamente los brazos al hacer señales.
Poder divisar un objeto del tamaño de la cabeza de un ser humano en la inmensidad del mar con oleaje, desde la cubierta de un velero que se aleja y se mueve a velocidad, es extremadamente difícil.
De noche y con mal tiempo, resulta casi imposible. Para completar las tareas pendientes respecto al tema de la seguridad, Alec publicó la versión final y depurada de las instrucciones de “hombre al agua”, que repartió y explicaba minuciosamente por enésima vez, y paso a paso, a cada uno. También pegó un ejemplar en la mampara de estribor de la cámara, que cumple funciones de cartelera oficial
Destilación del agua…
— ¿Te animas, Pocho, a hacer una máquina de destilar para usar el agua del tanque; hervirla y del vapor obtener agua potable...?— le pregunté.
El silencio se prolonga por unos segundos que parecen años y al fin Pocho, mirando fijamente a su hermano Cirilo como buscando respaldo, contesta:
— ¡Capitán, que la hago, la hago! Si me dejan solo con Cirilo en el taller de proa y no nos interrumpen, en unas horas ya estaremos haciendo agua dulce.
Termina Pocho de hablar y ya se van ambos hermanos rumbo a proa. Al pasar por la cocina. Pocho recoge una tetera grande de acero inoxidable que Connie —mi mujer— le había encomendado especialmente cuidar, porque le había sido muy difícil encontrar una tan grande de buena calidad.
Al cabo de dos horas y media reaparecieron Pocho, Cirilo y la “estrella del show”.
Todos miramos la famosa tetera de acero inoxidable de Connie: ya parecía otra. Le habían quitado el mango y sustituido el silbato que tenía en el pico por un tubo de acero inoxidable embonado en su lugar, con forma de W. Vimos cómo Pocho la llenaba de agua salobre del tanque, la tapaba con fuerza y la colocaba sobre una de las hornillas de la cocina que encendió inmediatamente.
Acomodó el tubo de tal manera que quedara perfectamente embonado en el pico de la tetera, los vértices inferiores de la W descansaban en el fondo de una olla con agua fría y el otro extremo del tubo —que terminaba en una pequeña curva hacia abajo— quedaba justo sobre un recipiente de boca ancha. Recién en ese momento, Pocho se volteó y nos vio a todos observándolo.
Percibió algunas caras de incredulidad, varias miradas de admiración y otras estupefactas. Pocho sonrió mirando a Cirilo con satisfacción y confianza, mientras comentó:
— De chicos acompañábamos a mi padre a una destilería que quedaba por Camacho…— nos comunicó con actitud tranquilizadora.
Al cabo de unos minutos se escuchó una música celestial: ebullición de agua, ¡por fin! Luego de algunos segundos empezó a salir un rulo de vapor por el extremo del tubo, comenzó a gotear y el goteo se convirtió en un chorrito que caía en el recipiente.
La alegría generalizada es únicamente comparable con el orgullo de Pocho y Cirilo, que una vez más demostraron su invalorable capacidad para resolver problemas y la versatilidad de sus habilidades.
El duende
El 29 logramos hacer 208 MN, aún sin el Spi. Ese día se volvió a presentar el séptimo tripulante, el Duende. El Duende es invisible, no come ni habla, no hace ruido ni se le siente, pero siempre está ahí. Cuando algo inexplicable sucede, o se trata de algo explicable pero de autor anónimo: resulta ser obra del Duende. Había dejado la guardia de 01 a 04 am, y cuando estaba tratando de dormir sentí que sonaba una alarma en la mesa de navegación. Me levanté y al llegar a la mesa de navegación, estando Alec y Cirilo afuera de guardia, noté que el GPS estaba apagado. Lo encendí y me di con la sorpresa de que estaba vacío, o sea sin ninguna información: completamente “borrado”.
— Alec, ¿tú hiciste algo con el GPS?— le pregunté.
—Nada, Viejo, yo solamente agregué un way point para marcar el inicio de mi guardia y ver cuánto recorríamos— me respondió muy tranquilo.
—No puede ser porque el GPS está totalmente en blanco y, como consecuencia, ha sonado la alarma de Fuera de Curso del piloto automático— le expliqué.
— Te juro, Viejo, que yo no toqué nada más— me volvió a responder Alec.
— Debe ser el Duende que está haciendo de las suyas— le contesté mientras volvía a cargar todos los way points y la ruta en el GPS. Terminé a las 04:30 h, cansado y rabioso con ese maldito Duende que andaba tocando botones.
Ese mismo día, el Duende nos jugó otra mala pasada, pero al fin y al cabo me benefició. Me levanté antes de mi guardia y me preparé huevos con jamón. Cuando fui a buscar pan para hacerme un par de tostadas, me encontré con que el pan se había acabado y solamente quedaba la tapa del último molde de pan envuelta en su bolsa. Pregunté a Pocho que se iba a dormir y me confirmó que se había acabado el pan.
Abrí el anaquel donde estaban los platos y saqué uno; cuando iba a cerrar, vi que al fondo había una pila de platos fuera de lugar y que se podían caer. Traté de acomodarlos pero algo impedía que se apilaran los unos sobre los otros. Saqué un plato del medio de la pila que estaba causando el problema y me encontré con que tenía tres rebanadas de pan tostado. Pregunté en voz alta de quién era ese pan y nadie respondió. Seguro que deben ser del Duende, pensé, y como las tostadas estaban aún calientes me apoderé de ellas con el gusto adicional de haberle ganado una al Duende…, tomando así mi revancha por el episodio del GPS de la noche anterior.
Perico
Saliendo a la guardia después del desayuno, noté que las dos líneas de pesca estaban recogidas y al indagar qué pasaba recibí como respuesta:
— Pero, Capitán, para qué quiere pescar si estamos cansados de comer atún; es lo único que sale. ¡Cuánto daríamos por pescar un Perico (dorada, mahi-mahi, etc.) para hacer un buen ceviche— acotó Rodolfo con cierta rabia y añoranza.
— Se nos va a podrir el limón y no hemos podido comer ni un cebichito; aún queda cebolla roja y aji— dijo aún con más rabia Pocho.
— Les aseguro que hoy sí vamos a pescar un buen Perico para el almuerzo— retruqué casi sin pensarlo.
Al enfrentarme con la cara de incredulidad de Rodolfo y la risita burlona de Pocho, inmediatamente me di cuenta de que por bocón me había metido en un problemón, pero ya era tarde para dar marcha atrás. Poniendo cara de suficiencia y conocimiento profundo del tema, les dije :
— A ver Pocho, tráete la caja de pesca que vamos a fabricar la “tal muestra” para pericos. Parece que las muestras que arrastramos no les gustan, así que tenemos que hacer una bien sabrosa y llamativa. Recuerdo que durante El Niño del 83 —y el del año pasado— pescaba pericos con una muestra tipo cuchara envuelta en una bolsa plástica de color blanco, previamente cortada en tiritas o flecos… Eso les encantaba— afirmé con una autoridad digna del más eximio de los pescadores.
Dicho y hecho. Preparamos la muestra, la arrojamos al mar y al cabo de una media hora, cuando ya nadie mirada las piruetas que hacía la muestra en nuestra estela, se sintió el inconfundible ruido a chicharra que hace el carrete cuando un pez pica y comienza a llevarse la línea. Me abalancé sobre la caña de pescar y le pegué el primer jalón para asegurar que el anzuelo se clavara debidamente. El pez respondió con fuerza, y se llevó bastante línea, mientras pedí que soltaran la escota del genoa y de la mayor para disminuir la velocidad del barco y así facilitar la pelea. El animal saltaba fuera del agua mostrando su enorme tamaño y una belleza de colores y brillos que reflejaba toda la luz del sol, como si se tratara de un espejo.
— ¡Es un perico, Carajooooo!— grité emocionado.
— Con cuidado, Capitán, no se le vaya a escapar— suplicó Pocho.
— Suave, Capitán, suave…— susurró Rodolfo, alargando las sílabas de cada palabra.
— ¡Dale, Viejo, dale; que ya lo tienes!— exclamaba Alec, que acababa de salir a cubierta al sentir el alboroto y el ruido de las velas flameando.
Alec no podía estar más equivocado. La pelea se prolongó por más de tres cuartos de hora. Lo peor fue que al poco tiempo de comenzada la pelea, entre los saltos del perico y las jaladas hacia un lado y luego hacia el otro, llegando a veces a colocarse a casi 90 grados con respecto al rumbo del barco para luego tratar de sumergirse a profundidad, se nos vino encima un nubarrón cargado de viento fuerte que alcanzó los 40 nudos y se convirtió, aunque fugazmente, en el segundo temporal del viaje.
El barco escoraba, las velas flameaban parcialmente haciendo un ruido escandaloso, el viento levantaba espuma del mar que nos pegaba en la cara cual cachetadas al son de las rachas de viento. La cubierta se mojaba, estaba sin zapatos y cada vez me resultaba más difícil mantener el equilibrio y al mismo tiempo trabajar la caña de pescar para no perder la pieza (prefería caerme al mar peleando y con la caña de pescar en la mano, que aguantar la humillación y los comentarios si no conseguía traer ese perico a bordo). A Alexis, para que me oyera le pedí a gritos que me sujetara del cinturón y que se agarrara bien de los obenques de la mesana, para no caernos ambos al agua. La lucha siguió (de continuar esta tormenta tropical por mucho más tiempo, iba a ser imposible sacar ese maldito pez y subirlo a bordo). El bicho iba y venía, de a ratos se ponía dócil como un saco de papas y de repente se enfurecía y salía rajando en sentido contrario, como para agarrarme desprevenido. De pronto, el barco se enderezó, el ruido de las velas flameando bajó notablemente de intensidad, la espuma dejó de golpearme, el nubarrón se fue y volvió a brillar el sol. Con él, volvió el pez a ser de cristal y no de plomo, como parecía haberse convertido.
— ¡Dale, Viejo, que ya está cansado!— gritó Alec, pensando que aún rugía el viento.
— Y, ¿cómo te crees que estoy yo?— le respondí con una voz agitada y casi sin aliento.
Finalmente conseguí colocar el perico al costado del barco, pero todavía estaba fuera del alcance del gancho para subir pesca a bordo. Se veían claramente sus colores dorado, azul y plata —por eso le dicen perico (loro)— y sus enormes ojos en esa cabeza grande de frente chata.
— Lo tengo— gritó Pocho al ensartarlo con el gancho, mientras de un tirón lo depositó en cubierta.
Pocho preparó una enorme fuente de cebiche delicioso, y la despachamos en cuestión de unos minutos. Dio para dos porciones generosas para cada uno. Luego nos deleitó con unos lomos de pescado apanado acompañados de papas y zanahorias sancochadas.
Llegada a Hiva’Oa
El 6 de mayo comenzó con una refrescada a las 02:30 que nos dió esperanzas de poder llegar en la tarde a Hiva’Oa. Durante el día fuimos preparando el barco para la llegada, lo cual resultó ser motivador y generó de por sí una expectativa muy positiva. Sacamos el portulano (la carta de navegación detallada de la isla y su puerto), repasamos guías turísticas y libros sobre la Polinesia y sus encantadoras islas, todo lo cual acrecentó la novelería contagiosa que invadía toda la dotación sin excepciones.
A media tarde, poco a poco se fueron distanciando las conversaciones y prolongando los silencios. Solamente se escuchaba el sonido del agua pasar y de la proa cortando el mar a un ritmo tan acompasado y monótono que provocaba modorra.
Todos los ojos escudriñaban cada milímetro de la nubosidad que flotaba en el horizonte, justo en la dirección de nuestro rumbo y destino. Sabíamos que ahí nomás, a unas 15 millas, en nuestra ruta estaba la isla que tiene 23 millas de largo de Este a Oeste por 10 millas de ancho de Norte a Sur, y cerros de casi mil metros de altura. Sin embargo, no lográbamos verla y la ansiedad iba en aumento.
Los binoculares pasaban de mano en mano. Alec subía al mástil con la esperanza de lograr una mejor visión y poder detectar la isla, pero después de largo rato descendía a cubierta sin novedad. Obsesionados por el deseo de descubrir la silueta esperada y luego de varias falsas alarmas, comenzó la desconfianza sobre la exactitud de la navegación y de nuestra posición. Llegamos al colmo de comparar la posición que nos arrojaban dos equipos GPS, que obviamente coincidían entre ellos, con la posición “ploteada” en la carta náutica.
Calculamos la enfilación de Motane, una isla pequeña que se encontraba más al sur y justo en la dirección donde el horizonte parecía estar un poco menos nublado, y tampoco observamos isla alguna. A las 18:30 h, al momento de registrar la singladura diaria de 201 MN., escuché el grito de Rodolfo emocionado:
— ¡Ahí está!, ¡ahí está! Ya la vi, justo encima de esa nube roja se ve el pico de un cerro.
— ¡Síííííí! ¡Sííí, esa es! ¿La ves, Cirilo? Allá, justo ahí— señalaba Pocho, apuntando con el dedo que marcaba el lugar exacto.
— La veo clarito ahora— comentó Alexis mientras afinaba el foco de los binoculares para luego pasárselos a Alec, que los reclamaba con insistencia.
Parecíamos una sarta de monos enjaulados saltando sobre cubierta de un lugar a otro para ver mejor. De repente, con la misma rapidez con que había aparecido en la proa, la isla se ocultó entre el espeso colchón de nubes encendidas con todos los colores del atardecer. Se volvió a escuchar el silencio y volvió a aparecer el sonido de la proa rompiendo el mar al acostumbrado compás monótono e insistente.
Antes de que nadie tuviera la oportunidad de quebrar aquel momento, apareció un destello proveniente del cielo encapotado seguido por un ruido extraño; se trataba de un trueno que retumbaba y rebotaba por todas partes.
Al elevar la mirada con extrañeza hacia el cielo, desconcertado y sorprendido, sentí que caía agua en mi cara. Era lluvia, agua abundante y deliciosa que mojaba, sin vergüenza ni reparo. Después de algunos segundos, comenzó un frenesí. Hay quien abría los brazos en cruz, cerraba los ojos, echaba la cabeza hacia atrás, abría la boca y sacaba la lengua para así intentar cazar y beber toda la lluvia que pudiera.
Uno se desnudó, otros corrían a buscar jabón, shampoo, toalla y ropa sucia. Luego de algunos minutos, la cubierta estaba totalmente cubierta de ropa mojada y espuma de jabón que la lluvia se obstinaba en barrer, y que quedaba flotando tras el barco como estela de pompas multicolores que el viento elevaba para inmediatamente reventarlas en silencio.
El frío del atardecer nublado se empezó a sentir sobre la piel quemada por el sol y mojada por la lluvia. Arriamos parcialmente la vela mayor formando un enorme embudo para juntar el agua, lo cual funcionó a las mil maravillas.
Antes de recolectar el agua debimos esperar a que la lluvia lavara bien la vela y la dejara libre de sal. La lluvia continuó por unos 20 a 30 minutos aproximadamente; fue suficiente para transformarnos en seres limpios, sin sed y alegres a bordo de un barco con una apariencia aceptable e infinitamente mejor que el aspecto que lucía y el olor que emanaba antes de que comenzara a llover.
El viento se calmó y casi sin crepúsculo llegó la noche.
Continuamos lentamente y sin apuro hacia el mismo rumbo hasta estar a unas tres millas de la costa Este de Hiva’Oa. El fondeadero de la isla estaba en el lado Sur, bastante resguardado de los vientos alisios, en Atuona, dentro de la pequeña bahía de Taa Huku. La entrada era bastante estrecha, con zonas de escaso fondo, mal señalizada, con deficiente iluminación y resultaba poco aconsejable entrar de noche a menos que se conociera muy bien.
Decidimos esperar el amanecer para emprender la aproximación final. Pasamos la noche “haciendo tiempo”, navegando lentamente y alternando entre rumbo 90° y 270°, con ocasionales y momentáneas caídas a rumbo 180°, de tal manera que al amanecer estuvimos frente al extremo Sureste de la isla.
Con la primera luz de la mañana, después de montar una escarpada punta comenzamos a navegar paralelos a la costa Sur de la isla con rumbo a Atuona. Los vientos alisios del Sureste que por tantos días nos habían impulsado y a veces hasta nos golpearon con fuerza, soplaban esa mañana del Este-Noreste, y después de peinar la isla nos llegaban como una brisa suave proveniente de tierra, cargada de perfume a hierba húmeda, a bosques y a sembríos. El mar estaba calmo, verdoso y rizado, mientras se podía observar la frondosa vegetación de la costa rocosa de Hiva’Oa, muy cerca por estribor, y las islas de Motane y Tahuata a la distancia por babor, iluminadas por el sol de una hermosa mañana despejada y fresca.
Todo ese nuevo escenario representó un cambio tan drástico y repentino con lo que habíamos experimentado durante los últimos veinte días, que nos dejó atónitos y expectantes con respecto a toda esa nueva belleza que nos rodeaba. Pensé que quizá Paul Gauguin habría tenido razón cuando, buscando el paraíso, decidió quedarse a vivir y morir en esta isla.
Mantas Raya
Cuando estábamos en plena maniobra de apronte de partida, volvimos a escuchar un fuerte chapoteo cerca de la borda del barco.
¡Oh maravilla!, ¡increíble! Dos manta rayas de como tres metros jugaban con el casco del barco.
Era como ver un ballet submarino: mientras una raya nadaba de frente hacia el barco mostrándonos su lomo marrón, la otra la seguía de cerca.
Cuando parecía que la primera iba a chocar con el barco en la línea de flotación, se zambullía rozando el casco —como rascándose el lomo— hasta llegar al final de la quilla donde daba un medio volantín y con la panza blanca hacia arriba salía en sentido contrario mostrando su silueta, para luego realizar un tirabuzón a gran velocidad y volver a la posición de ataque.
Siempre iba seguida de cerca por la otra manta raya, que imitaba a la perfección las evoluciones de su compañera a un ritmo más lento, acompasado y con una elegancia que hacía recordar al baile de las mariposas en la famosa película Fantasía.
Ese era el nivel del espectáculo único y maravilloso del cual fuimos protagonistas casuales y que continuó siguiéndonos, con diversas variaciones, actos, acrobacias, ritmos y figuras, hasta por lo menos media hora después de haber zarpado. De tanto en tanto, las alas de alguna de las mantas raya rozaban la superficie produciendo un sonido de chapoteo.
Amanecer 14 de mayo
La noche se hizo muy larga y pesada debido a que el viento, que había calmado por completo, no se normalizó hasta después de un amanecer impresionante. Por el Este, o sea a nuestra popa, salió un muy bienvenido sol, más grande, dorado y definido que nunca; su luz se reflejaba en el mar con una fuerza espectacular.
El océano, aún picado por grandes olas, se había convertido en una masa inquieta de manchas multicolores, en la cual resaltaban con igual intensidad y conviviendo en perfecta armonía tonos dorados, grises, escarlatas, violetas y rosados, todos unidos y salpicados por una maraña de blanca espuma. Al Oeste, la parte baja de las nubes de la tormenta en retirada se confundía con el horizonte todavía oscuro y violáceo, mientras que los copos claros y altos de las mismas recogían los rayos del alba para resaltar las formas de su poderío.
El casco blanco y la cubierta clara del Sealestial, todavía mojados, servían de espejo donde toda esa belleza se reflejaba, obligándonos a olvidar por un momento las incomodidades sufridas durante la noche anterior.
Lentamente y a los tumbos fuimos recuperando escora y velocidad hasta promediar ocho nudos a las 07:30 h. El andar era incómodo y bastante mojado debido al desorden dejado en el mar por la tormenta; sin embargo, a medida que los alisios se asentaron fueron peinando y planchando nuevamente la superficie del océano a su antojo, y poco a poco volvió a aparecer el acostumbrado tumbo largo y rítmico para comodidad de todos a bordo.
A las 10:05 h avistamos en el horizonte, por la banda de estribor, un buque de pasajeros con casco blanco, cuatro cubiertas y una enorme torre de mando, que fue creciendo hasta colocarse a unas tres millas de distancia con rumbo paralelo, y navegando a gran velocidad. Después de los saludos de rigor, de indagar por nuestro origen, bandera y destino, se despidió muy cortésmente deseándonos suerte y lanzándonos un piropo:
— Sealestial, es un placer para los ojos ver un barco tan bonito navegando tan bien. Buen viaje y buenos vientos.
Llegada a Tahití
Nos aproximábamos a Tahití, la isla más grande del archipiélago de La Sociedad, por su extremo Norte y montamos la punta de Venus para luego navegar hacia el Suroeste, bordeando esa costa maravillosa de escarpadas y frondosas montañas verdes, pero manteniendo una distancia prudencial del cinturón de coral que la rodeaba. Por la amura de estribor, veíamos claramente a la isla de Moorea a pocas millas de distancia. El agua de color esmeralda era tan clara que podíamos observar nítidamente la quilla del Sealestial al asomarnos por la borda.
A medida que íbamos acercándonos y recorriendo la costa en busca de la entrada a puerto, la belleza era tan imponente que después del almuerzo, y casi sin darnos cuenta, poco a poco nos fuimos todos acomodando en cubierta como si estuviéramos en un palco móvil, para admirar el paisaje. Deslumbrados y en silencio permanecimos quietos, como espectadores en un teatro, admirando el espectáculo de toda esa belleza junta y nunca antes vista que la naturaleza nos brindaba para deleite de nuestras almas cansadas, pero emocionadas.
Barrera de espuma
...de repente avistamos, a unas dos millas en nuestra proa una rompiente de más o menos media milla de largo atravesada en nuestro rumbo, saliendo desde el cinturón de Ahe hacia el Sur.
Era una barrera de espuma blanca y brillante que sobresalía del agua nítidamente y contrastaba con el verde rizado que nos rodeaba. Estando justo en nuestro rumbo, representaba tanto un peligro real como una ofensa a mis habilidades de navegación, por encontrarse impidiendo el paso por la ruta que había trazado. Haber marcado un rumbo que pasaba directamente sobre una barrera de coral era un error imperdonable.
Sentí vergüenza, la misma sensación que experimentaba cuando no podía responder correctamente a la pregunta de un maestro en el colegio. Sonrojado, sentí correr frío por mi espalda, puntadas de dolor en el estómago, sequedad en la boca e inmediatamente pensé con horror en qué hubiera pasado si en lugar de llegar de día, hubiésemos llegado durante la noche. Indignado conmigo mismo y después de haber constatado con los prismáticos claramente la presencia del escollo, bajé a la mesa de navegación como una tromba y enfurecido. Desde el cockpit Alec y Alexis miraban atónitos cómo nos aproximábamos al peligro, a nueve nudos de velocidad.
— ¡Viejo!, ¿qué hacemos?— me gritó Alec mientras también escuchaba un murmuro entre Pocho y Cirilo.
— Por ahora, nada— le respondí en forma cortante y enérgica, pero teniendo muchas dudas y nervios mientras revisaba la carta, el rumbo y la posición. Más tranquilo y seguro regresé al cockpit, y con actitud serena les dije:
— Mantengamos este rumbo hasta estar más cerca y ver mejor; pero estemos preparados para orzar rápidamente hacia el Sur en caso necesario. La carta muestra buena profundidad.
La verdad es que no estaba muy seguro de qué teníamos que “ver mejor”, porque según la información disponible no había nada y sin embargo aparecía claramente un escollo en nuestra proa. Tomé el timón y desconecté el piloto automático.
Estábamos ya a menos de una milla: mis manos apretando la rueda del timón blanqueaban los nudillos, con cortas bocanadas consumía rápidamente un cigarrillo y el viento se esforzaba por desparramar la ceniza por todas partes. Miraba fijamente la espuma amenazante que de manera impertinente desafiaba nuestra ruta, y seguía ahí. Cuando estábamos a menos de un cuarto de milla y a punto de orzar hacia el Sur, el silencio se hizo impresionante; se escuchaba el ritmo de la respiración de cada uno de los tripulantes y percibía cómo sus miradas iban y venían de la rompiente hacia mí en forma acompasada e inquisidora. El Sealestial, ajeno e inconsciente, navegaba acelerando cada vez más. Rodolfo rompió el silencio tímidamente, y casi susurrando dijo:
— Me parece que ya no nos acercamos más,… parece que nos mantenemos.
Inmediatamente consulté el velocímetro que marcaba 9.2 nudos, y subiendo. Esperé unos segundos con los ojos clavados en la espuma y me pareció que efectivamente se mantenía a la misma distancia, o que si nos acercábamos lo hacíamos a mucho menor ritmo que nuestra velocidad. Ya estábamos bastante más cerca y de pronto comencé a notar que de la parte superior de la espuma en la rompiente parecían salpicar gotas demasiado grandes y que no volaban con el viento, sino que caían pesadamente al agua apagando con el golpe su brillantez.
— ¡Se trata de un banco de peces!— grité más entusiasmado que seguro de lo que afirmaba.
— Sí, ahora veo claramente los bichos; son millones que galopan, formando una enorme ola— acotó Pocho casi eufórico, manteniendo los ojo pegados a los prismáticos.
— ¡Qué belleza! ¡Mira cómo nos escoltan!— comentó Alexis, aliviado y embelesado por el espectáculo.
— Pucha, qué susto, Viejo— me dijo Alec en tono risueño y con cara sonriente.
— Buena, Capitán— dijo Cirilo en forma calmada.
Cuando nos acercamos a unos cien metros de distancia, observamos cómo esa ola, que en realidad era un rulo vivo y brillante, aceleraba repentina y fuertemente su ritmo giratorio durante algunos segundos para recuperar su distancia del Sealestial, a medida que éste trataba de acortarla.
Después de cada una de esas disparadas, la ola regresaba a un ritmo más juguetón y relajado, donde las evoluciones de los peces en el aire al saltar aparecían más elevadas, elegantes y brillantes, como esperando que nos acercáramos, como toreándonos, para volver a tomar distancia.
Nunca estuvimos a mucho menos de cien metros de distancia, pero pudimos ver claramente que el tamaño de los peces era de alrededor de quince a veinte centímetros de largo, de un color plateado muy brilloso, un poco más anchos que un pejerrey, más delgados y alargados que un bonito pequeño, y sumamente ágiles y rápidos. La persecución duró casi una hora y de repente se esfumó como si alguien hubiera cerrado una llave.
Durante largo rato nos quedamos comentando la experiencia vivida, completamente ajenos a la rutina de esa hora: el desayuno de unos, el descanso de otros y el cambio de guardia. Volví a conectar el piloto automático y poco a poco la cubierta y el cockpit fueron volviendo a la normalidad…
Condiciones de navegación con escaso viento
El 11 de junio, nos mantuvimos hasta las 10:00 h navegando entre 5 a 6 nudos, para luego aumentar la velocidad a unos 7 u 8 nudos, ya que al refrescar un poco el viento pudimos estabilizar el spinnaker y el genoa gracias a que tomamos una mano de rizos en la mayor para evitar el blanqueteo.
Solo así pudimos llenar bien las velas de proa a pesar de un fuerte mar de fondo que nos sacudía y del relativo escaso viento que no se animaba a aumentar. La mesana también trabajaba bastante bien en “oreja de burro” con la mayor.
Navegar en esas condiciones requería de pequeños pero constantes ajustes del velamen y rumbo, con el objeto de mantener cada una de las cuatro velas infladas en su punto óptimo. Sin embargo, debido al constante oscilar del viento y a los cambios de rumbo causados por la marejada, resultaba difícil mantener ese equilibrio inestable por largo tiempo.
Bastaba que una de las velas se desinflara para que inmediatamente se diera un efecto dominó en cadena que desequilibrara el rumbo, bajara la velocidad, se desinflaran o trabajaran ineficientemente las demás velas y se acrecentara el balanceo, lo cual tornaba más difícil poder volver a llenar las velas. Entonces se hacía necesario comenzar nuevamente a entonar con precisión cada vela, poco a poco, hasta volver a lograr el equilibrio deseado y así poder ir aumentando la velocidad lentamente, restableciendo el rumbo y tratando de mantener durante el mayor tiempo posible esas frágiles condiciones que permitían al Sealestial, durante las rachas de viento, entrar en una especie de carril cadencioso y placentero a unos 6 o 7 nudos de velocidad.
Los recuerdos de experiencias similares navegando en aguas peruanas eran inevitables. El tramo de regreso de tantas regatas corridas del Callao hasta las islas de Chincha, para nuevamente regresar al Callao, con el incipiente viento Sur de la mañana, se asemejaba muchísimo a las condiciones que encontramos en esa etapa.
Las tácticas y maniobras que tuvimos que emplear también eran parecidas, aunque no estuviéramos compitiendo contra una flota, sino más bien contra nosotros mismos y contra la desazón que se siente cuando el barco navega por debajo de sus posibilidades. El deseo natural de maximizar la marcha del barco en todas las circunstancias y condiciones, es quizá el secreto que empuja y motiva a los que amamos la navegación a vela.
Seguir insistiendo y persistiendo en la maravillosa tarea de aprovechar las siempre cambiantes y desafiantes condiciones que ofrece la naturaleza en medio del mar, mediante la aplicación del conocimiento y la experiencia, el esfuerzo físico y un constante aprendizaje, para lograr desarrollar y optimizar las bondades que toda embarcación posee, en aras de llegar a un objetivo o destino, es sin duda el placer que envicia a todo navegante.
Solo así se puede explicar por qué en la navegación a vela —tanto en regatas como en cruceros oceánicos— el hombre es capaz de aguantar privaciones, convivir con el peligro, tolerar condiciones que a veces suelen ser infrahumanas o meramente de supervivencia durante las cuales jura y perjura que nunca más volverá a hacerlo… y, sin embargo, sigue tercamente insistiendo una y otra vez. Ese día logramos completar las 119 millas náuticas.
Malabarismos de Pocho en la cocina
Los malabarismos culinarios que realizaba Pocho mientras preparaba el almuerzo al mediodía eran dignos de un espectáculo circense.
Era sorprendente verlo abrir el horno caliente, sacar una asadera hirviendo con una pierna de cordero humeante, bañarla con jugos y salsas, colocarle papas y cebollas, y luego volverla a meter al horno para que se terminara de asar, mientras el barco se bamboleaba de un lado al otro.
Con su estatura mediana, siendo ágil lograba utilizar los codos, las rodillas y todo cuanto podía para afirmarse y mantener el equilibrio mientras ocupaba sus manos en los quehaceres culinarios.
Ciertas veces, mirar a Pocho en la cocina me hacía recordar las películas de Chaplin, cuando éste aparecía haciendo increíbles contorsiones al patinar sobre hielo, a la vez que mantenía una bandeja llena de copas que elevaba sobre su cabeza, sorteaba a una multitud de patinadores que venían en sentido contrario, y lograba no derramar ni una sola copa sobre la pista de hielo.
Las piruetas y la expresión de Pocho eran muy similares a las del gran Carlitos, sobre todo por el parecido que había en la expresión de los ojos vivaces e inquietos de ambos.
Teoría de Alexis
Alexis aprovechó las condiciones del mar y el escaso viento para insistir en su teoría de “esquiar sobre cubierta”.
A raíz de ver a los muchachos desplazarse rápidamente en cubierta con facilidad, agilidad y sin necesidad de asirse a nada —inclusive durante condiciones de viento fuerte, mucho movimiento y mar gruesa— y debido a su imposibilidad de imitarlos, Alexis —que había practicado mucho esquí sobre nieve en sus años mozos— inventó una teoría para caminar en cubierta.
Flexionaba las rodillas levemente y las mantenía paralelas, tratando con ello de contrarrestar los movimientos del barco, mientras en forma acompasada avanzaba en zigzag como quien desciende una cuesta en ski. Él aseguraba que era la mejor manera de mantener el equilibrio a pesar de que los hechos lo contradecían.
Sostenía que le daba envidia ver en los muchachos —refiriéndose a Rodolfo, Cirilo y especialmente a Alec— la agilidad felina y la rapidez con que saltaban y corrían sobre cubierta, manteniendo siempre un perfecto equilibrio. Alexis no aceptaba como causa de ello la diferencia de edad.
— Son jóvenes, fuertes, ágiles y, además, Alec y Rodolfo son tablistas. No te puedes comparar, Alexis— le recordaba yo cada vez que empezaba con su teoría.
— No Alec, si funciona en la nieve no tiene por qué no fucionar en la cubierta. Vas a ver que en cuanto practique un poco más, yo también voy a poder— me respondía convencido, cada una de las cientos de veces que tratamos el tema. Inmediatamente se ponía en posición de esquiar y comenzaba con su gimnasia de doblar las rodillas y balancear su tronco de un lado a otro para contrarrestar el rolar del barco.
Tormenta
A la 01:30 el viento llegó a tener rachas de 60 nudos, siendo ésta la cuarta y peor tormenta enfrentada hasta el momento.
Se mantuvo soplando fortísimo, entre los 50 y 60 nudos, con rachas más fuertes aún.
La lógica preocupación que me ocasionaron las condiciones de tormenta, así como las dificultades que éstas representan para la navegación —y especialmente para un velero, su tripulación y sus implementos— esa vez tuvo para mí un factor primordial y adicional de inquietud, por tener a Connie a bordo y no saber cómo reaccionaría ante el peligro.
El ruido del viento rugiendo y silbando contra el aparejo y las velas, que por supuesto estaban rizadas al máximo o adujadas, era realmente ensordecedor.
En esas condiciones, el agua de la superficie del mar se vuelve espuma y al ser llevada por el viento golpea con furia todo lo que encuentra en su camino.
Las olas van creciendo junto con el viento y se tornan cada vez más amenazadoras, grandes, encrespadas y al acercarse —cual paquidermos en estampida— parecen montañas que adquieren formas monstruosas, oscuras y cambiantes, que producen picos de espuma que rugen y se desprenden con furia, desgarrados por rachas de viento que no cesan.
El barco se sacude de un lado a otro, avanza y constantemente corrige él mismo su rumbo un poco errático, escorando y bellaqueando como queriéndose librar de todo el peso que lleva encima y del mal tiempo que lo persigue.
En la negrura de la noche impresionan los ruidos del agua al correr, de las olas al pasar, del viento barriendo y silbando contra todo lo que encuentra, de la espuma volando y taladrando al barco y a la tripulación con una fuerza que duele en la cara y en el cuerpo a pesar de la protección que brinda la ropa de agua y los chalecos salvavidas que todos llevamos puestos.
Durante una de las rachas más fuertes, el chubasquero o toldo del cockpit —que previamente habíamos recogido y amarrado para evitar que el viento lo destrozara— fue sacudido de tal forma que se doblaron los herrajes de acero inoxidable que lo sostienen: tal era la fuerza del viento.
Durante otra racha fortísima, el viento hizo trepidar y vibrar al zodiac que llevábamos amarrado en la cubierta de proa, como si fuera una bandera flameando; daba la impresión de que en cualquier momento se romperían las amarras y el zodiac saldría volando. Las tormentas, especialmente en la noche, siempre dan miedo y nos hacen preguntarnos hasta cuándo aguantará el barco, qué se puede romper, así como cuánto tiempo más durará la tormenta y cuándo calmará.
De vez en cuando, una ola grande cacheteaba al Sealestial en la banda, lo arrastraba varios metros lateralmente y lo dejaba medio acostado tratando de levantarse, cosa que por su nobleza siempre hacía después de algunos larguísimos segundos que parecían años. Al enderezarse, chocaba de banda con la siguiente ola y la obligaba a subir verticalmente varios metros por encima de la cubierta, para luego caer pesadamente empapando todo e inundando la profunda tina del cockpit, que por suerte desaguaba en pocos minutos. Uno de esos golpes de mar fue tan fuerte que causó un desprendimiento del asiento del timonel, rompiendo el herraje y el riel que lo sujetaba; tuve suerte de estar timoneando con cinturón y arnés de seguridad, lo cual evitó que saliera volando catapultado por el golpe.
Recién al amanecer el viento bajó de intensidad, pero todavía quedaban algunas rachas perdidas y antojadizas de 40 nudos o más, para luego ir disminuyendo. Por fin se comenzaban a esfumar los miedos y temores que se presentan con cada temporal; cada vez que aparece una tormenta, sin importar la cantidad de éstas que se haya enfrentado, asusta y preocupa. El cielo todavía encapotado tenía un color gris morado, al igual que las olas aún gigantescas, entreveradas y espumosas, mientras que los primeros rayos del sol jugaban a generar reflejos, sombras, brillos y formas cambiantes sobre toda esa inmensidad. Sin duda un mensaje impresionante, fuerte y directo de la naturaleza, al iniciar un nuevo día luego de una noche infernal.
Viti-Levu
Al concluir, navegamos con todo el paño, cercanos y paralelos a la costa de Viti Levu, pasando entre ésta y los arrecifes que rodean a la pequeña isla de Mbenga. Este pasaje es estrecho, pero la vista es maravillosa.
Por estribor las verdes colinas de Viti-Levu caen hacia las playas de arena dorada de donde proviene el intermitente y acompasado estruendo causado por la reventazón de enormes y espumantes olas.
Al mismo tiempo, y por babor, se observan los aparentemente inofensivos arrecifes de coral que escudan y protegen a Mbenga. Al igual que un poderoso animal agazapado, esperan en forma silenciosa que alguna incauta embarcación se acerque a sus ocultos tentáculos submarinos, para de un solo golpe despanzurrar su casco obligándola a naufragar, y luego molerla lentamente en pequeños e inservibles pedazos.
Navegábamos en un mar transparente y lleno de vida marina, en el cual aves de todo tipo se esforzaban por pescar, zambulléndose constantemente para volver a volar y volver a caer en picada en procura de una nueva pieza.
Resulta impresionante observar semejante espectáculo, donde la vorágine e hiperactividad de algo tan básico como puede ser el frenesí de una bandada de aves marinas por alimentarse, se convierte en un verdadero ballet. Los indescriptibles movimientos y maniobras del grupo de aves persiguiendo desde el aire al cardumen son acompañados, en forma alternativa, por emocionantes y vertiginosas evoluciones aéreas individuales que terminan en zambullidas, cual si fueran flechas penetrando la superficie del mar, sin levantar espuma y a gran velocidad; todo rodeado de un magistral escenario natural.
El cachalote (1)
Las condiciones siguieron igual hasta las 03:00 h, cuando el viento se movió al Oeste y nos dio de proa. Recién al mediodía del 30 de julio el viento se normalizó y empezó a soplar del SE, como es normal en esa zona. Las primeras 24 horas arrojaron una singladura de apenas 128 MN.
Las conversaciones entre la tripulación se iban tornando cada vez más escuetas, esporádicas e impersonales, lo cual obedece a lo que yo llamo “síndrome de pos-partida” y que F. Tristán o J. Conrad —no estoy seguro de cuál de ellos— ha descrito, según recuerdo, más o menos de esta manera:
…La excitación de partir, la emoción del momento, la novelería y las esperanzas se esfuman muy rápidamente, y todo eso se viene abajo en una caída en picada que aterriza en un valle de angustias. La sensación de vacío nos inunda y la soledad nos agobia, haciendo que valoremos todo lo dejado atrás en una forma exagerada que nos impide apreciar y ver con claridad el futuro, y todo lo bueno que éste nos depara. A medida que nos adentramos en nuestra propia soledad, lo cotidiano de la vida a bordo va mellando esa sensación de vacío y tendiendo hilos con la realidad que nos rodea. Poco a poco, y a medida que se suceden las guardias, esos hilos se van engrosando y terminan convirtiéndose en sólidos vínculos con el presente. Nuevamente nos animamos a pensar en todo aquello que nos puede deparar el futuro…
El frasco de pastillas contra el mareo, que se encontraba en la cocina junto con los frascos de vitaminas, comenzó nuevamente a mostrar una merma en su contenido, pero a mucho menor ritmo que al comienzo del viaje.
A las tres de la tarde del 30 de julio, por fin conseguí hablar por teléfono con mi hija Connie —the sunshine of my life— por su cumpleaños número 29. Ella y yo nos emocionamos mucho, conversamos poco y nos despedimos con sentimiento.
A raíz de la llamada tomé conciencia de la cantidad de acontecimientos familiares y agradables que me estaba perdiendo. Por suerte el teléfono satelital funcionaba y resultó un vínculo con el mundo exterior, especialmente con la familia. Lamentablemente, la tarifa de costo por minuto de conexión era extremadamente elevada y nos obligaba a restringir su uso a lo mínimo necesario.
Luego de la llamada a Connie, entré de guardia y el viento refrescó del SO a unos 14 nudos. Al poco rato el puño del genoa o genovesa —que es la vela de proa de mayor tamaño— se descosió y hubo que arriarlo para que Alec lo reparara, cosa que hizo rápidamente con pericia y prolijidad. La segunda singladura fue de 192 MN, lo cual mejoró en algo el ánimo de la tripulación.
Las condiciones continuaron prácticamente invariables y el primero de agosto logramos una singladura de 177 MN. A las tres de la tarde, luego de una muy breve calma, el viento se restableció del SE a unos 12 a 16 nudos —lo cual fue un alivio luego de haber padecido el viento de proa— mejorando notablemente el movimiento del barco y haciendo más agradable su andar.
Lamentablemente, el viento se fue quedando en intensidad hasta que se convirtió en una calma casi chicha, que se interrumpía con pequeñas rachas del SO. Así transcurrió el día 2 de agosto, durante el cual recorrimos 123 MN, y el 3, cuando hicimos 129 MN. Lo único rescatable de esos dos días —que además fueron grises y sin sol— fue la presencia de un enorme cachalote que se acercó al barco y permaneció observándonos con sus enormes ojos durante largo rato. Daba la sensación de que el animal hubiera querido transmitirnos o decirnos algo. Finalmente, al cabo de una hora se perdió en las profundidades del Pacífico.
La tormenta
Una de las características del Sealestial, es que su interior es sumamente silencioso. Afuera, en cubierta, puede estar sucediendo cualquier escándalo y dentro de la cabina, con todas las escotillas cerradas, se escucha muy poco ruido. A las 17:30 yo me encontraba en la mesa de navegación, trazando rumbos cuando Alec, —que estaba de guardia con Cirilo— abrió la escotilla y con cara seria y preocupada me dijo:
— Viejo, dame una mano que está refrescando mucho— gritó para evitar que el ruido del viento le tapara la voz, y cerró la escotilla nuevamente para que el agua que ya revoloteaba no entrara en la cabina.
A la volada tomé mi chaleco salvavidas, el arnés y salí al cockpit. El viento ya soplaba con algunas rachas cercanas a los 35 o 40 nudos, el agua volaba y el ruido era ensordecedor. La adrenalina comenzó a correr por mi cuerpo aceleradamente, mientras la espuma de agua salada volaba con cada racha y me golpeaba la cara con bofetones dignos de Mike Tyson. Vi a Alec y Cirilo, junto al mástil, colgados como monos, peleando con la porción rizada de vela mayor que flameaba tan fuertemente que tenían que defenderse de ella a puñetazo limpio, mientras trataban de apañar el paño suelto; la mayor estaba rizada al máximo. Para colmo, ambos estaban sin salvavidas ni arnés. Ya habían enrollado el genoa casi en su totalidad, pero quedaba —por el apuro— un pequeño triángulo de vela sin enrollar. De pronto, llegó un brutal golpe de viento de una intensidad increíble, que ejerció tal fuerza sobre el trozo de vela sin enrollar que provocó que se zafara la mordaza que aguantaba el freno del enrollador y el genoa en un instante se infló totalmente, explotando dramáticamente con el sonido de un cañonazo. En un segundo, la enorme vela de más de cien metros cuadrados quedó convertida en largas y angostas trizas, de no más de cinco centímetros de ancho, que flameaban al viento como amenazadores látigos, emitiendo continuos chasquidos que escarapelaban el cuerpo.
— ¡Carajo! ¡A ponerse inmediatamente salvavidas y arnés!— les grité sin piedad y con mucha rabia.
A los pocos segundos Alec y Cirilo salieron a cubierta nuevamente y después de mucho esfuerzo logramos terminar de amarrar bien la mayor. Bien sujetos a la línea de vida, rescatamos las escotas del genoa y unos pedazos de tela que aún flameaban golpeando sobre el agua. Se hacía cada vez más difícil mantenerse en pie y caminar en cubierta. Las piernas vibraban como flecos por el esfuerzo y la tensión. De pasada por el cockpit, en medio de una de las rachas más fuertes, miré de reojo el indicador de velocidad del viento: marcaba 68 nudos y venía por la amura...
— ¡Ayúdenme con el toldo!— grité cuando vi que faltaba amarrarlo.
Terminamos de amarrar bien el toldo que estaba a punto de aflojarse, para evitar que siguiera la misma suerte del genoa. De golpe, y justamente cuando estaba a punto de desconectar el piloto automático para no forzarlo y tomar personalmente el timón, el Sealestial orzó de manera medio descontrolada, me resbalé hacia sotavento pero el cabo del arnés me aguantó, sonó la alarma de fuera de curso del piloto automático —que no había resistido la fuerza que el barco ejercía sobre el timón para salirse de curso y había fallado. Salté a barlovento, me coloqué al timón y con mucho esfuerzo conseguí derivar al curso debido. El resto de la tripulación ya estaba en cubierta, con salvavidas puesto y arnés enganchado, y con ojos desorbitados…
— Pocho: chequea el amarre del motor fuera de borda.
— Muchachos: aseguren el zodiac.
— ¡Ojo con las tablas!
— ¡Guarden las colchonetas!— gritaba desde el timón sin que realmente fuera necesario, ya que todos trabajaban arduamente, a los tumbos, y haciendo un esfuerzo sobrehumano para verificar y ajustar los amarres de todo cuanto se encontraba en cubierta para que estuviese bien asegurado y de esta forma evitar que el viento se lo llevara: el zodiac, el motor fuera de borda, las tablas de surfear, los cabos, etc., etc.
Ya moverse en cubierta y mantenerse sobre la misma sin ser literalmente barrido por el viento resultaba casi imposible y producto de un esfuerzo titánico; se sentía que una enorme fuerza te empujaba, quería levantarte y trataba de llevarte consigo. Era necesario agarrarse y sujetarse de cuanto uno pudiera encontrar al alcance de la mano, y además valerse de las piernas, codos y de todo lo que se pudiera para apoyarse y contrarrestar la fuerza del viento y el movimiento del barco. La agitación y la respiración se sentían cada vez más fuertes; parecía como si los brazos y piernas fueran a estallar por la tensión a la cual estaban siendo sometidos.
— ¡Buena, muchachos!, ¡buena! Tranquilos que vamos bien. Amárrense de lo que puedan y hagan firme el arnés con el chicote bien corto— vociferaba sin estar seguro de que me oyeran, a pesar de encontrarse a muy corta distancia.
El panorama era escalofriante y nunca visto por nosotros hasta ese momento en el curso del viaje. El agua llegaba de todos lados, como si alguien hubiera abierto una enorme ducha a presión. Daba la sensación de que uno estuviera parado frente a una manguera de bomberos abierta a full. Resultaba imposible permanecer con los ojos abiertos por mucho tiempo sin anteojos. Las gotas de agua volaban y golpeaban, aguijoneando todo cuanto encontraban a su paso, y sonaban a granizo cayendo sobre un techo de lata. El ruido era ensordecedor y provenía de todos lados: del mar que se encrespaba, del viento que silbaba y rugía, de los impactos del agua contra la cubierta, contra el aparejo y contra la ropa de agua; las gotas lastimaban la cara con crueldad y parecían piedras que golpearan la piel. La racha de viento más fuerte que pudimos registrar llegó a 72 nudos, pero por suerte duró solo unos pocos segundos.
— ¡Vamos Sealestial! ¡¡CARAJO!!— sentí que alguien gritaba, pero no pude reconocer la voz.
—¡Vamos bien, vamos bien!— respondí, más por compañerismo que por convicción.
Lo que se siente al enfrentar una fuerte tormenta en un barco a vela en medio del mar, es muy difícil de describir y explicar a quien no haya pasado por esa experiencia. Un paralelismo que se puede trazar para ilustrar esa vivencia, es la sensación que se tiene cuando en un viaje en avión se encuentran turbulencias y el avión se sacude y cae en pozos de aire por algunos segundos; en algunas ocasiones la turbulencia dura hasta algunos minutos. Durante ese lapso todo tiembla, trepida, se sacude y los latidos de nuestro corazón se aceleran, la incertidumbre nos invade y el nerviosismo se apodera de todos. Nos preocupamos instintivamente, aunque sabemos que nada va a pasar y esperamos que termine el mal momento lo más rápidamente posible, cosa que siempre sucede al cabo de algunos pocos minutos. La emoción, así como también las dudas, los miedos, las angustias, el nerviosismo y las preocupaciones que nos genera una tormenta fuerte en el mar son similares, pero de mucha mayor intensidad porque la duración es considerable: algunas horas y a veces hasta días.
Además, en un velero uno no se encuentra de pasajero, pasiva y cómodamente sentado en un sillón de la cabina, con cinturón de seguridad abrochado. En un velero se está a la intemperie, luchando contra los elementos, tratando de evitar averías y accidentes, luchando por sobrevivir, preocupado por cuidar a los compañeros e intentando llevar al barco en un rumbo determinado. Por lo general, también se está mojado hasta los huesos, asustado y maldiciendo la decisión de haberse embarcado, mientras se hacen esfuerzos para no demostrar nerviosismo, tratando de infundir confianza y tranquilidad en los compañeros. Aterrado e invadido por la incertidumbre de no saber hasta cuándo durará la tormenta, que es a la vez un peligroso suplicio y un tremendo y emocionante desafío. Sin saber si lo peor está aún por llegar o si ya pasó; qué se romperá, si el barco resistirá o se hundirá, qué ocurrirá… No hay adonde ir y resulta imperativo aguantar todo cuanto la naturaleza nos envía, sin saber por cuánto tiempo más tendremos o podremos hacerlo. Mientras, pasan muy lentamente los segundos, que se convierten en interminables minutos, para luego poco a poco convertirse en horas, y horas larguísimas que pueden ser muchas y que parecen siglos.
A partir del momento en que falló el piloto automático, las guardias debían timonear manualmente todo el tiempo. Si bien no se había arbolado aún un mar con olas gigantes o de gran tamaño, la intensidad del viento era tan fuerte que se hacía muy difícil seguir un rumbo más o menos constante por mucho tiempo. El agua se colaba al interior de la cabina y aparecieron goteras por doquier.
A las 04:10 del 7 de agosto se rompieron la escota y la contraescota de mayor. Como en esas circunstancias se está como agazapado a la espera de cualquier eventualidad, en cuanto se produjo la rotura reaccionamos inmediatamente y por suerte las pudimos arreglar rápidamente y sin mayores consecuencias. Al principio del huracán, el viento planchó la ola, ya que ambos iban en direcciones diferentes. Sin embargo, a medida que fue refrescando el temporal comenzó a crear su propia ola, que fue creciendo rápidamente en tamaño. La visibilidad era de unos escasos metros debido a las condiciones y a la oscuridad de la noche. El Sealestial demostraba su aguante y su gran capacidad marinera, retorciéndose casi elásticamente mientras se adaptaba a los fuertes y continuos golpes de mar y a las colosales fuerzas que sobre él ejercían las jarcias; a pesar de todo, navegaba gallardamente en esas circunstancias extremas.
A las 04:05, pocos minuto después de que Alec hubiera dejado su camarote para entrar de guardia,
— ¡Cuidado, Capitán!— gritó Cirilo, mientras una ola enorme se nos venía encima.
Un golpe de mar por la banda de babor sacudió al Sealestial con tal fuerza que, debido a la inercia generada por el golpe, el horno microondas que estaba guardado en un estante de la cocina rompió su amarra y salió despedido como un misil por el aire, a través de la cocina, el corredor y entró a la recámara golpeando con fuerza la banda donde se encuentra la cucheta de Alec. De haber ocurrido el bandazo cinco minutos antes, de seguro la cabeza de Alec hubiera quedado completamente destrozada.
La noche se tornó interminable y agotadora. Al amanecer, la tormenta calmó un poco, pero aún quedaba bastante mar gruesa de un inusual color verde lechoso, debido a la cercanía con la Gran Barrera de Coral y a la existencia de aguas poco profundas. El viento comenzó a caer un poco pero siguió todo el día bordeando los cuarenta, alguna vez llegó a rozar los cincuenta nudos, y rara vez bajó de treinta.
El cachalote (2)
A las 12:48, a unos treinta metros a babor apareció nuevamente nuestro amigo, el enorme cachalote gris. Se acercó sin ningún temor y cuando estaba a unos diez metros se puso a navegar majestuosamente en superficie, con rumbo paralelo y a la misma velocidad que el Sealestial, observándonos atentamente con su enorme ojo expresivo, penetrante y de mirada inteligente.
De pronto vi y sentí que ese gigantesco y gentil animal fijaba su vista en mí como queriendo decirme: … ¡yo te alerté de que la tormenta te iba a pegar!… Continuó navegando con nosotros por unos pocos minutos más y luego se sumergió silenciosamente, después de haber resoplado una fuerte nube de vapor. Nunca he podido olvidar ese ojo brillante, rodeado de piel arrugada, pero con mirada profunda e inteligente, con expresión casi humana, que me transmitió un mensaje de amigo a amigo, sin hablar.
La Ola
Poco después de las 13:00, cuando acababa de concluir la guardia junto con Alexis, y estando ya Alec iniciando su guardia timoneando:
— Cuidado, ¡LA OLA! — alcanzó a gritar Alec.
De repente una gigantesca ola, que venía por babor, en lugar de pasar por debajo del Sealestial, decidió tomar un atajo y pasar por encima.
Golpeó con fuerza la banda como si fuera un camión chocando contra una pared, empujó al Sealestial lateralmente como diez metros; parte de la montaña de agua rebotó hacia el mar pero gran parte cayó sobre la cubierta con un estruendo y estrépito dignos de un cañonazo.
Yo tuve suerte, pues al ver venir la pared de agua me refugié en la escotilla y únicamente parte de la cascada pegó en mi espalda dándome una palmada que cortó mi respiración.
La peor parte la llevó Alexis, que no la vio venir. No solamente se llevó un golpe de mayúsculas dimensiones y un susto fenomenal al recibir toneladas de agua, sino que además la ola golpeó la mesa del cockpit, cuyas patas, hechas con tubos de dos pulgadas de gruesa pared de acero inoxidable, se salieron de la base y doblaron por el impacto de la ola como si fuesen de mantequilla, apretando a Alexis contra el asiento de sotavento.
Por suerte la mesa se trancó de milagro contra la parte posterior del asiento, y de esta forma detuvo la presión que ejercía sobre las piernas de Alexis. Gracias a Dios no se trató de un accidente grave y mi amigo solamente acabó con moretones y un poco adolorido.
El golpe de la ola fue tan fuerte que descuadró el piso del cockpit —que a la vez sirve de techo a la sala de máquinas— causando que un poco de agua salada goteara dentro en ese compartimiento. Debido al eficiente sistema de desagüe, el cockpit desaguó rápidamente, el Sealestial se liberó de toneladas de agua y recobró su estabilidad.
Amanecer
Al amanecer el espectáculo fue de una belleza impresionante. Además de la policromía de tonos anaranjado, amarillo, violeta, rojo, gris y blanco, característica de una salida de sol con cielo semi cubierto después de una noche de mal tiempo, el color del agua era de un verde claro, con manchas de tonos diferentes dependiendo de la variación de profundidades.
Los abundantes bancos de arena de color oro cobrizo, mezclados con formaciones de piedras marrón oscuro y otras casi violeta, contrastaban con el verde opaco de las islas que brotaban del mar por todos lados, resaltando contra el celeste del cielo recién iluminado. Las boyas de un rojo irritante sobresalían a la vista, en contraste con sus pares verdes que parecían querer pasar desapercibidas, escondiéndose al adoptar los tonos parecidos al color que las rodeaba.
Entrada a Horn
….Salí a cubierta y pude constatar que el Sealestial se encontraba casi detenido, recibiendo el viento y la corriente por la amura de estribor, casi de proa, forcejeando terca pero infructuosamente para virar, pero perdiendo camino y cayendo con el abatimiento, lenta pero inexorablemente hacia la costa desde donde ya se hacían escuchar los fuertes rugidos de la rompiente en las rocas. La corriente en la costa era mucho más fuerte y estaba acompañada de una corta pero insistente ola que martillaba la banda de estribor, impidiendo que el Sealestial virara 90° a estribor o a la derecha para enrumbar hacia el pasaje.
— Dale todo el timón para el otro lado y “traslucha” rápido— le grité con la esperanza de que la corriente nos ayudara. La decisión de “trasluchar” significaba realizar un giro de 270° hacia babor o hacia la izquierda en lugar de virar 90° a la derecha; en ambos casos al final de la maniobra debíamos quedar enrumbados hacia el pasaje. La gran diferencia consistía en que de ser posible virar a la derecha nos alejaríamos rápidamente de la peligrosamente cercana costa rocosa; la maniobra opuesta de caer hacia babor inicialmente nos aproximaba aún más al peligro que estaba a muy poca distancia y, de ser exitosa, posteriormente nos permitiría alejarnos en dirección contraria.
— Pero Viejo, ¿y la costa? Mira que se nos viene encima…— me respondió con incredulidad, mientras los demás nos miraban perplejos escuchando la discusión.
— Dale no más, sin miedo… ¡Claro que pasamos…!— le respondí con seguridad.
Con su tradicional nobleza, el Sealestial respondió de inmediato, como si hubiera estado esperando la orden, y a medida que caía aumentaba su velocidad en un acelerado frenesí, primero directamente hacia la espuma de la rompiente que se encontraba a pocos metros y mantuvo su rumbo de colisión contra las rocas por algunos segundos, que nos parecieron una eternidad; todos mirábamos espantados y conteniendo la respiración, cómo se aproximaba al escollo. Luego, lentamente la enfilación de la proa comenzó a mostrar el cambio de rumbo, mientras la velocidad continuaba aumentando. Cuando terminamos el giro, que fue de poco más de 270°, para enfilar corriente arriba y a barlovento de la entrada al pasaje fue suficiente para que nuestro avance, que era también lateral por efecto de la corriente, nos llevara al medio del estrecho pasaje. Dicho de otra manera, después del giro en redondo hacia la izquierda de más de 270°, seguimos un rumbo que apuntaba un poco a la izquierda o corriente arriba de la entrada del pasaje para compensar el abatimiento que nos generaba la fuerte corriente que nos empujaba desde la izquierda hacia la derecha… A los pocos, pero eternos y sufridos minutos pasamos sin problemas nuestro objetivo y en cuanto nos arrimamos a la costa de Horn el viento calmó significativamente; arriamos la mayor, enrollamos la trinquetilla y llevados por la corriente, con la máquina apenas avante, recorrimos la costa hasta encontrar un buen sitio cerca del muelle del ferry de Horn. Fondeamos a las 21:00 h del martes 10 de agosto de 1999, después de haber recorrido aproximadamente 2400 MN —durísimas y difíciles— en 12 días.
Una vez que terminamos de guardar todo en su lugar, de ordenar el barco y constatar que se había acabado la etapa, todos sin excepción respiramos hondo y nos sentimos aliviados, pero también muy orgullosos de lo que estábamos logrando y de haber salido airosos de una experiencia tan complicada.
Ausencia de viento
La calma o escaso viento es uno de los peores castigos que pueden sufrir un velero y su tripulación. Estar en la inmensidad del mar, flotando sin avanzar sobre lo que aparenta ser una enorme masa de aceite brilloso, mientras el barco se bambolea lenta, repetida y cadenciosamente de un lado al otro a merced de un imperceptible movimiento del mar de fondo, resulta infernal.
— Esto es peor que una mecedora— constató Alexis al salir puntualmente y a cumplir con su guardia.
En los trópicos, la calma o ausencia de refrescante brisa hace que el calor sea insoportable, lo cual a la larga afecta y enerva tanto el carácter como el estado de ánimo de la tripulación, que además debe lidiar con una constante sensación de inestabilidad generada por el bamboleo del barco y los ruidos que éste produce. La falta de viento también impide que el aire circule y ventile el interior del barco, con lo cual los olores se van quedando y acumulando unos con otros.
Las emanaciones de la cocina, con sus frituras e ingredientes de muchos aromas, los desagües de baños y cocina, la humedad, los gases del generador, etc., etc., se convierten en una especie de compañero invisible que junto con el fuerte calor reinante sofocan y agobian permanentemente, agrediendo e incomodando sin compasión.
Todo lo anterior, aunado a la desesperanza de no avanzar y a la angustia de no saber cuándo llegará el viento, por cuánto tiempo durará la calma y la frustración que se siente cada vez que desaparece una leve brisa después de que hizo el amago de quedarse despertando ilusiones, se convierte en una tortura muy difícil de soportar.
El desgano, la abulia, la irritación y el mal humor van avanzando a medida que se alarga la calma. Relacionarse con el prójimo se hace cada vez más difícil y la tolerancia mutua llega a niveles insospechadamente bajos. Se va perdiendo el hambre, la sed y las ganas de hacer cosas, debido a lo cual comienzan a aparecer signos de debilidad física y mental, y la disciplina empieza a resquebrajarse.
Los cambios de guardia se sucedían monótonamente, “sin novedad” y con un mínimo intercambio de palabras. Pocho, inusualmente parco, moviéndose con una lentitud sorprendente ya que normalmente se desplazaba en forma felina y reaccionaba como un resorte cadencioso y ágil, lucía un rostro en el que su habitual sonrisa no aparecía.
Cirilo, más silencioso que nunca, se refugiaba escribiendo en su cuaderno de correspondencia para la familia. Alec, inquieto, exasperado, parecía un león enjaulado. La falta de viento parecía afectarlo más a él que a los demás; trataba de ajustar la velas constantemente para intentar ganar un poco de velocidad, exprimiendo todo lo que podía las fugaces rachas de leve viento que esporádicamente aparecían. Rodolfo parecía haberse apagado en comparación con el ánimo alegre y diligente que había lucido en días anteriores.
Alexis, por suerte jovial, comunicativo y ocurrente, resultaba refrescante y la excepción que, como un tónico, ayudaba a los demás a salir de la cueva y a comunicarse.
Los sonidos del mar al ser cortado por la proa, el ocasional golpe de alguna ola sobre cubierta o contra la banda, el quejido de las escotas al estirarse, la caricia del viento en las velas y el silbar de las rachas manteniendo al barco escorado y vivaz, se extrañaban sobremanera. En su lugar, nos había invadido un tumulto de extraños, desagradables y enervantes sonidos.
El bamboleo del barco, aunque lento y perezoso, generaba una inclinación lateral hacia un lado y hacia el otro que se repetía inexorable y acompasadamente durante horas y horas, mientras la ausencia de viento reinaba. Horas y horas, noches y días, y más horas, y durante todas las interminables e insoportables guardias...
Ese incómodo y enervante vaivén lateral ocasionaba que todo lo que no estuviera bien trancado, amarrado o firmemente asegurado, tendiese a deslizarse de un lado al otro sin parar. Un lápiz rodando en un sentido y en otro sobre la mesa de navegación, un jarro o una cuchara resbalando —yendo y viniendo— sobre el mostrador de la cocina, una herramienta, una olla, un herraje o cualquier objeto que se mueva y choque contra otro en forma acompasada y continua emite un sonido, que por su monotonía e insistencia llega a ser terriblemente irritante y se convierte en un suplicio.
A bordo de un velero, los ruidos se magnifican, ya que el interior de un barco se asemeja a una caja de resonancia. Poco a poco se aprendió cómo estibar y guardar todos los objetos para que no hicieran “ruido” a causa del movimiento. Sin embargo, cuando se producía algún concierto insoportable durante la calma, quien estaba de guardia rezongaba gritándole al responsable, o quien estaba tratando de dormir demandaba furioso: “¡Carajo!… ¡Que alguien pare ese ruido infernal!”
Durante los seis eternos y desesperantes días que pasamos saliendo del mar de Timor y entrando al Índico, tuvimos que arriar velas en innumerables ocasiones para que el flameo y gualdrapeo causado por la ausencia de viento y el movimiento del barco no las destrozara.
Día tras día, día tras día. Estancados, sin respiro ni movimiento. Una pintura de un barco ocioso, sobre un océano pintado. Agua, agua por todas partes, todas las maderas resecadas; agua, agua por doquier y ni una gota para beber.
Así describió S. Coleridge la calma en The rime of the ancient Mariner.
Fue necesario inventar labores y quehaceres para evitar que la tripulación se desmoronara o se tornara insoportable. Simples tareas como ordenar una caja de herramientas, verificar el nivel del agua de las baterías, pulir una olla o una asadera hasta dejarla reluciente y como nueva, leer un manual de instrucciones, un libro (La Biblia o una historieta), escribir una carta o un diario, dibujar o pintar, cocinar o hacer un postre, remendar la ropa o una vela, así como otras muchas tareas generaban una pequeña pero importante sensación de logro y realización, indispensable para no enloquecer.
Varias veces durante ese período, dudé de lo acertado de la decisión de cambiar la ruta original para alejarnos de las proximidades de la zona del conflicto armado.
— Quizá hubiera sido mejor jugárnosla por el Norte— decía Alec, no muy convencido.
A medida que se alargaba la calma me cuestionaba, cada vez con mayor frecuencia, si no hubiese sido preferible correr el riesgo que mencionaba Alec, especialmente debido a que las demoras en la partida de Darwin habían ocasionado una peligrosa proximidad con el inicio de la época de los ciclones en el área.
Durante la primera semana, las escasas novedades consistieron en el pasaje a través de un grupo de serpientes marinas que nos tomó horas dejar atrás; la isla de Browse que se mantuvo a la vista por un día entero; un par de ballenas nadando lentamente, muy cerca en dirección contraria; un enorme pez vela retozando y saltando alegre y verticalmente fuera del agua, riéndose de nosotros y tomándonos el pelo al vernos tan lentos; un ave cansada que decidió pasar la noche posada en el púlpito de popa…
Un pato flaco, negro y de pico azul, y un loro también negro con pecho rojo, nos visitaron durante dos atardeceres seguidos y pernoctaron juntos en cubierta hasta el amanecer. La tercera vez, el pato llegó solo al atardecer y dio dos vueltas volando sobre el Sealestial antes de posarse en el púlpito de popa. Luego de haber estado descansando un rato, se puso a llamar a otros compañeros, con un canto que más parecía un llanto de bebe:
— ¡Vengan a esta isla!— parecía gritar.
Algunos le hacían caso y aterrizaban a su costado en el Sealestial, para luego acomodarse en la cubierta y guardar el pico bajo un ala hasta el amanecer. Una noche conté hasta cinco pajarracos durmiendo en cubierta, plácidamente, sin inmutarse ni mostrar desconfianza ante nuestra presencia.
El pan
Para algunos el pan se había acabado y pronto comenzaron a aparecer los intentos de hornear el codiciado elemento, para lo cual estábamos bien preparados con suficiente harina y levaduras diversas.
También el trueque de rodajas de pan por gaseosas, huevos, chocolate, caramelos o cualquier otro objeto estaba a la orden del día. Alguien hasta llegó a ofrecer hacer una guardia adicional a cambio de unas rodajas de pan tostado.
La cocina del Sealestial parecía una repostería: unos amasaban, otros dejaban reposar leudando la masa elaborada con recetas y proporciones de levadura y harina que mantenían celosamente en secreto. Alguno esperaba ansiosamente la hora de retirar su pan del horno mientras otro inquieto pretendía apurarlo para hornear su molde.
El más exitoso resultó ser Rodolfo, quien tenía una receta que le había dado una amiga suiza.
Pocho también estuvo afortunado: a pesar de haber balanceado los ingredientes instintivamente, logró un resultado bastante aceptable. Alec, sin embargo, a pesar de ser el más afanoso y hacer muchos intentos, no conseguía dar con un pan comestible.
Alexis, que había seguido un curso de panadería industrial en el American Baker Institute en USA cuando era presidente de una división de una famosa cadena americana de supermercados, era el gran coach y árbitro.
— Alec, debiste dejar reposar la masa más tiempo antes de hornear. Le falta aire a la masa, no está oxigenada. El horno estaba demasiado caliente…—eran los comentarios de Alexis, que cual “gurú” y experto indiscutido daba consejos a todos los panaderos que recurrían a él, y a los otros también…
Cuando finalmente se le acabó el pan a Alexis, preparó con gran parsimonia y ante la expectativa de sus atentos aprendices, una masa que dejó reposar hasta que según él, ya estaba perfecta y la metió al horno.
El resultado fue un ladrillo marrón, pesado y duro, que únicamente se podría haber cortado con escoplo y martillo, y solamente se podía comer en pequeños trozos después de haber pasado un buen rato en remojo en el café.
— De gusto, no está tan mal— repetía Alexis con cada bocado, previamente remojado y luego de un largo rato de masticarlo. Con gran generosidad compartió el ladrillo con los demás.
La frustración de Alec, al ver el fracaso rotundo de su maestro y guía, fue tal que no tuve más remedio que apiadarme y cederle uno de mis paquetes de harina, ya que él había liquidado su stock en sus infructuosos intentos de hacer pan. Le sugerí que en vez de pan preparara scones, que le resultaría más fácil, rápido y sin desperdicio; le di la receta de mi suegra. Al cabo de una hora apareció Alec, con un plato lleno de scones dorados y humeantes.
— Mira Viejo, ¡qué maravilla! Me quedaron excelentes y son riquísimos. Toma uno que te van a encantar— Estaba radiante y con una sonrisa de oreja a oreja debido a que su enorme problema alimentario estaba solucionado. Habiéndose convertido en vegetariano recientemente, para él el pan resultaba esencial.
El Libro
Varios años después dehaber dado la vuelta al mundo a vela, un día de ocio y nostalgia, repasando mis recuerdos del Sealestial, me vino la idea de escribir unas líneas sobre las experiencias vividas durante la travesía realizada, y me animé a emprender esta nueva aventura.
Para refrescar la memoria y lograr escribir este libro, desempolvé toda la documentación que conservaba relacionada con el viaje. Se componía de copiosos apuntes, recortes periodísticos, videos, fotos, diarios personales, así como de una completa y detallada bitácora que describe las condiciones climáticas, la posición, velocidad, rumbo y todo tipo de ocurrencias anotadas aproximadamente cada hora de navegación. Además, me fueron muy útiles las más de 200 cartas náuticas y demás referencias que utilizamos durante el viaje, tales como los Pilot Charts, Sailing Directions, Cruising Guides, junto con la bibliografía y las diversas notas que tomé a lo largo de numerosas lecturas.
Revisar toda esa información, comenzar a ordenarla y escribir sobre el viaje y sus múltiples detalles, fue como volver a navegar en el Sealestial con mi tripulación, y de esta forma rememorar y revivir cada instante de los casi nueve meses que duró nuestro periplo. Me fue fácil encontrar en Internet la información que me faltaba, básicamente relativa a algunos datos generales acerca de los países que visitamos.
Resultó conveniente que pasara tanto tiempo entre el viaje y el inicio de la escritura, porque me permitió detallar con calma y sin apuro los capítulos de esta narración. Los recuerdos de los malos momentos, las contrariedades, los roces, discusiones y diferencias que lógicamente existieron, se esfumaron y desaparecieron con el transcurrir de los meses y años. Como siempre sucede en la mente humana, por suerte solamente permanecieron grabados los aspectos positivos, las experiencias agradables y los sentimientos de amistad.
Poco a poco fueron surgiendo las ideas guía del relato de esta historia. A medida que escribía, iba comprendiendo el porqué de mi necesidad o ganas de escribir. Me di cuenta de que se me hacía necesario llevar a cabo un recuento y documentar, sin ninguna pretensión literaria, algo que significó mucho para quienes lo compartimos. Pretendí de esta manera hacer justicia y agradecer a las personas que me acompañaron y contribuyeron de manera invalorable al logro del objetivo que me había propuesto: dar la vuelta al mundo navegando a vela.
También decidí escribir estas páginas porque considero que el deporte de la navegación a vela me ha proporcionado muchas enseñanzas y ha significado para mí bastante más que un mero entretenimiento con el cual llenar el tiempo y distraer la mente. Creo firmemente que la práctica de la vela, al igual que la de algunos otros deportes, provee de una muy enriquecedora lección de vida:
Navegando siempre se debe intentar llegar a una meta o destino, venciendo todos los diversos y difíciles obstáculos que se presenten en el camino.
Se aprende también a valorar y a cuidar el medio ambiente.
Resulta imprescindible entender, respetar y dentro de lo posible aprovechar las fuerzas de la naturaleza y las constantes variaciones con que ésta se nos presenta, y hacer que actúen a nuestro favor, optimizando constantemente la performance de la embarcación.
A bordo, cada ser humano vale pura y exclusivamente por lo que es; por sus valores, principios, conducta y contribución a la marcha del barco como miembro de un equipo, independientemente de quien sea, de cuánto posea o de lo que él mismo crea que vale.
Al navegar, realmente se practica el hecho de formar parte de un equipo y de brindarse íntegramente al esfuerzo realizado en conjunto. Los egoísmos, las majaderías, engreimientos y malacrianzas son intolerables e incompatibles con el quehacer y la vida a bordo.
En los certámenes de vela cada participante es su propio juez y el responsable del cumplimiento de las reglas de la regata. La honestidad, veracidad y el fair play son parte esencial de este deporte, y todo el sistema que regula las competencias se basa en estos principios.
Por todo ello sentí la necesidad de escribir este libro y de alguna manera divulgar una experiencia que pueda servir para ilustrar, incentivar y fomentar el interés por la navegación a vela. Quizá también pudiera ser útil para despertar la idea en alguien que se entusiasme y se anime a realizar una aventura similar a nuestro viaje de vuelta al mundo.
Muchos de los motivos que me llevaron a narrar nuestra vuelta al mundo, y que acabo de mencionar, son los mismos que me indujeron a tratar de fomentar en mis hijos el amor por el mar y la navegación a vela, buscando que disfruten de esa sana experiencia y que les sirva como una muy fructífera y enriquecedora lección de vida.
Alec Hughes
Niebla...
Algunos de los bancos de niebla eran tan compactos que en pleno día no se podía ver ni la proa del barco. Encendimos la luz estroboscópica y las luces de navegación del tope del mástil, pero nos dimos con la sorpresa de que estas últimas no funcionaron.
Al ver aproximarse los bancos de niebla, daba la sensación de que una enorme pared de algodón blanco-grisáceo se nos venía encima. Al entrar, la niebla nos abrazaba y envolvía completamente, dejándonos en una penumbra oscura, húmeda, tenebrosa y desagradable que nos hacía sentir tremendamente aislados, abandonados y vulnerables, puesto que resultaba casi imposible ver más allá de unos pocos metros.
El 10 de octubre, a media mañana, navegando con viento leve y estando a unos cincuenta metros de una de esas paredes, justo cuando estábamos por encender el radar antes de entrar a un denso banco, de repente salió de la neblina como una tromba y en dirección contraria la enorme mole de la proa de un buque carguero pintado de rojo, a unos escasos treinta metros por babor, navegando a gran velocidad, aplanando y rompiendo con furia el mar… Nos dejó inmóviles y congelados.
— No se alarmen, no se alarmen… Los teníamos vistos en el radar. Disculpe la cercanía, velero a nuestra amura por babor— se escuchó una voz afrancesada, asustada y nerviosa por el radio VHF.
Evidentemente no nos habían visto y al igual que nosotros se pegaron un susto “de Padre y muy Señor mío” al salir de la niebla y encontrarse con el Sealestial casi al frente. ¡Dios estaba con nosotros!
Tormenta en Madagascar
A las 22:00 h comenzó el viento fuerte del NE e inmediatamente pasó al N, luego al NO, O, SO, S para finalmente soplar del SE… y la primera racha fortísima llegó a 58 nudos del SE.
Navegábamos con rumbo 260°, con la mesana casi rizada en su totalidad, solamente restaba por enrollar un poco menos de dos metros de relinga, la trinquetilla también estaba casi toda enrollada.
La mayor se había descosido en el ollao de la tercera mano de rizos y tuvimos que arriarla cuando empezó la refrescada.
La tormenta, con mucha lluvia y rachas muy pero muy fuertes, continuó toda la larguísima noche. Las montañas de agua con formas y tamaños de monstruos que se venían encima del Sealestial para golpearlo, inspiraban mucho respeto y en algunos casos hasta miedo.
Las barrenadas o corridas de olas gigantes generaban una pérdida de estabilidad a medida que aumentaba la velocidad del barco en la caída o bajada de ola; era como lanzarse patinando por una empinada cuesta: el barco empezaba a vibrar, luego a temblar y terminaba trepidando como si fuera a desarmarse.
En medio de la oscuridad y del ensordecedor rugido del viento y las turbulencias del agua al pasar, las corridas eran emocionantes y electrizantes, y daban una sensación de estar casi constantemente al borde del desastre, de una volcada o tumbada que solamente se podían evitar mediante constantes movimientos de timón, anticipando y evitando que el Sealestial se desbandara en dirección errónea.
En esas circunstancias, conjuntamente con la emoción y el torrente de adrenalina que se siente, uno no puede dejar de tener presente que en cualquier momento el barco se puede atravesar al viento, quedar inclinado y perpendicular a la dirección del mar y al recibir una ola mayor en esas circunstancias, “indefenso” el barco puede dar una vuelta de campana y después, solo Dios lo sabe…
La constante emoción que cautiva e inquieta, así como la cercanía inmediata del peligro, el caos o la catástrofe van minando los nervios, cansando el cuerpo y tensionando los músculos hasta el punto en que duelen, se agarrotan y parece que van a reventar; pero no lo hacen y solamente se sigue agotando el aguante y se acentúa el cansancio, pero sarna con gusto no pica.
Cada guardia parece una eternidad; se está de alguna manera disfrutando con asombro del comportamiento del barco, a la vez crispado, agotado y desesperado por que termine, por que acabe de una vez la pelea por sobrevivir y contra los elementos.
Mientras, hay que seguir luchando pero sin saber hasta cuándo durará.
Primero esperamos con ansiedad obsesiva la salida de la luna y la medianoche, y como ambos pasaron sin novedad, se espera el amanecer porque son momentos claves en los cuales las condiciones suelen cambiar y las tormentas amainar. Esta vez fue necesario esperar hasta el día siguiente a las tres de la tarde, cuando el monstruo se calmó repentina y abruptamente.
A las tres y media el viento se estabilizó en 12 nudos. La pesadilla desapareció y la tormenta solamente quedó registrada en el recuerdo y en la bitácora. En esos momentos, una sensación de calma, de logro, de orgullo silencioso pero reconfortante, se apodera de cada uno y borra como con una varita mágica los sinsabores y terrores vividos, dejando solamente un sano y agradable cansancio.
Ballenas en África
A mitad de camino entre nuestro rumbo y la línea de buques, divisamos un grupo de cinco ballenas retozando, coqueteando y aprontándose a aparearse.
Arrojaban espuma al aire mientras se mostraban y competían intensamente por una pareja, efectuando cabriolas y evoluciones asombrosas, así como cautivantes saltos y acrobacias para lucirse y conquistar a la pareja de su elección.
Ver saltar y elevarse fuera del agua con agilidad y gracia a esos enormes animales de apariencia torpe y pesada, entre cortinas y resoples de espuma blanca, en medio del mar azul y teniendo como telón de fondo la ladera verde de la costa africana, fue un espectáculo inolvidable y una excelente manera de dejar atrás las penurias de la etapa que estábamos finalizando.
Regata contra el Hammer
La tensión iba aumentando cada vez más debido a las condiciones de la navegación y sobre todo a lo incierto del resultado de la regata que estábamos corriendo contra el Hammer… y contra el tiempo; estaba bien peleada y parecía difícil de ganar. Sin mayor y sin mesana, le estábamos dando mucha ventaja al Hammer para que nos pegara antes de llegar a East London...
Sin embargo, puesto que el viento era cada vez más fuerte y se mantenía soplando con rachas que llegaban al nivel de los 50 y 60 nudos en los picos, y como el mar era tan grueso, se barrenaba bien con cada ola y se alcanzaban continuamente velocidades de alrededor de 18 nudos.
Usamos el motor para tratar de darle mayor estabilidad direccional al barco, ya que solamente con dos velas de proa y muy rizadas, casi a palo seco, resultaba muy difícil mantener el rumbo. Sin embargo, en las corridas de ola había que bajar las revoluciones del motor para evitar que se acelerara en forma excesiva y peligrosa.
Durante la guardia de las 03:00 h de la mañana, las condiciones se habían vuelto tan complicadas para timonear el Sealestial, que con Alexis nos turnábamos al timón cada media hora. Era imprescindible mantener una concentración mental absoluta y realizar un gran esfuerzo físico para mantener el rumbo correcto y evitar un broach —atravesarse al mar— con las montañas de olas que se nos venían constantemente encima. Los nervios y el cuerpo quedaban destrozados después de cada media hora al timón, a pesar de que estábamos en excelente estado físico.
Como a las 04:00 h la toldilla del cockpit, que durante el mal tiempo siempre se recoge, enrolla y amarra para evitar que se la lleve el viento, se comenzó a desamarrar y a darme latigazos en la espalda mientras estaba timoneando. Al ver lo que ocurría, inmediatamente Alexis puso manos a la obra y comenzó a apañar la lona, tratando de volver a amarrar el toldo.
— ¡Qué bestia! ¡Cómo golpea!, pero no te preocupes que yo lo arreglo— me gritaba Alexis mientras hacía esfuerzos por dominar al toldo.
Él necesitaba de mucha fuerza y de ambas manos a la vez para hacer la maniobra que también lo obligaba a pararse en puntas de pies mirando a popa para conseguir llegar a la altura del armazón del toldo. Mantener el equilibrio en esa posición resultaba extremadamente difícil y peligroso, dado el continuo balanceo y corcoveo del Sealestial y la fuerte presión del viento.
Para evitar irse al agua, Alexis tuvo que amarrar su arnés al mástil de la mesana, apoyar su cuerpo contra mi espalda y pelear durante quince minutos seguidos contra los fortísimos golpes que le lanzaba la lona enloquecida; parecía Rocky Balboa en sus buenas épocas. Alexis ganó por puntos, pero quedó exhausto… y mi espalda deshecha.
— Ver cómo se me venían encima esas enormes montañas negras de agua con una cresta blanca y rugiente, que parecía que iban a reventar encima del barco, ¡era de espanto! Parecía que quisieran sepultarnos en las profundidades del océano para siempre— comentó Alexis al terminar la maniobra.
— Te felicito; lo hiciste muy bien— le dije agradecido.
La noche se tornó muy larga y complicada, pero el Sealestial seguía desbocado avanzando a gran velocidad, corriendo el temporal en medio de la oscuridad.
De vez en cuando se observaban en el cielo negro, por la proa, cerca del horizonte que por supuesto no se distinguía, los resplandores de la otra tempestad que se avecinaba en sentido contrario. La fugaz luz de los rayos distantes estaba bastante filtrada y difusa a causa de la espesa nubosidad reinante y la espuma que volaba.
Al igual que cuando un fósforo ilumina un rostro en la oscuridad, la tenue intensidad de esa luz confería a las olas, al mar y a las nubes formas, tonalidades y dimensiones fantasmagóricas, que no hacían más que resaltar con mayor intensidad el dramatismo de la escena que ya era de por sí bastante lúgubre y aterradora.
Como casi siempre sucede, con los primeros resplandores del amanecer también llegó la esperanza y comenzamos a tener la sensación de que ganaríamos la regata. Previendo que las condiciones variarían y que fuera necesario aumentar el paño, Alec y Cirilo recosieron la vela mayor y al momento en que terminaron la reparación, calmó bastante el viento.
A esas alturas ya nos encontrábamos casi a la cuadra de East London y fue necesario salir y abandonar la “faja transportadora” que había significado la corriente de Agujas y poner rumbo O para recorrer 18 millas hasta la entrada del puerto, donde encontraríamos abrigo. Izamos mayor y emprendimos ese último tramo de la competencia.
A las 07:30 h del domingo 7 de noviembre de 1999, con gran alivio y bastante agotados, con el cuerpo adolorido y golpeado, pero orgullosos de haberle ganado la regata al Hammer, solicitamos y obtuvimos permiso para entrar a puerto y pasamos entre las escolleras. Habíamos logrado recorrer 278 millas náuticas en 24 horas y la etapa completa de trescientas millas en 30 horas con 15 minutos, corriendo con un fortísimo temporal para escapar de otro supuestamente mucho peor que se avecinaba.
Ballena jorobada
Como el viento continuaba suave y nuestro apuro era grande, encendimos motor para aumentar la velocidad. El barómetro comenzó a bajar y a las 15:00 h ya marcaba 1017 mb; el cielo estaba encapotado, navegábamos a un promedio de 8.5 nudos con rumbo 260° y la tensión aumentaba. Al cabo de un par de horas alguien exclamó:
— ¡Allí resopla a sotavento!— según la vieja expresión ballenera.
Apareció una enorme ballena jorobada que se puso a navegar en forma paralela al Sealestial, a unos pocos metros de distancia; la miraba y a cada rato resoplaba su surtidor con aire y espuma. Me recordó al cachalote que precedió la tormenta del mar de Coral… Estábamos a la altura del cabo Saint Francis, a unas 35 millas hacia el mar. Más de una hora estuvo el enorme animal jugando junto al barco para deleite y entretenimiento de Alec y Cirilo, que estaban de guardia y filmaron el coqueteo entre la bestia y el Sealestial. La sensación que se siente ante la plácida y majestuosa presencia de los cetáceos es increíble y única. Pareciera que algo especial ha llegado para acompañar y hacerse notar sin querer, sin aspavientos ni exhibicionismos; simplemente con su impresionante tamaño, forma y acompasado e imperturbable movimiento se deja mirar y admirar. Su fuerza y gigantismo son tales que no se puede dejar de apreciar y sentir admiración por tan noble bestia, y por su desinteresada y siempre bienvenida compañía. Claro que a veces, ante su presencia, se sienten dudas y uno se pone a pensar sobre qué pasaría si se le ocurriera ponerse a jugar o simplemente se confundiera y embistiera al Sealestial por un motivo cualquiera; indudablemente sería como una isla flotante que se nos viniera encima y nos destrozaría en instantes.
El consuelo siempre es el mismo: los ataques realizados por ballenas contra veleros son muy raros. Sin embargo, siempre recordaré el mayday que recibí por radio: “nos atacan ballenas” del velero Rocón durante la etapa de Juan Fernández a Talcahuano de la regata de las 1000 Millas Chilenas que corrí en el Lapacho de Carlos de la Guerra. Cuando llegamos a rescatarlos, la tripulación ya había abandonado el barco en balsas salvavidas y el Rocón casi totalmente sumergido estaba aún a flote gracias a una burbuja de aire que mantenía su popa fuera del agua. Después supimos que inadvertidamente el Rocón se había llevado por delante a una ballena que dormía con su cachorro, y que con el golpe había roto su casco y hecho que casi se hundiera.
También, cerca de las islas Galápagos ha habido algunos casos registrados de ataques de ballenas con hundimiento de embarcaciones de recreo, así como en otras partes del mundo. Resulta inconcebible imaginar a semejante animal, tan pacífico y señorial, atacando sin motivo ni provocación a una embarcación que no lo molesta.
Peces voladores
Grupos de delfines siguieron jugueteando y alternando su presencia con cardúmenes de peces voladores, que eran más grandes y volaban a mayor distancia que los que habíamos encontrado en los demás océanos y mares recorridos.
Resultaba interesante ver cómo esos pequeños peces, de entre 15 a 20 cm, que se parecen por su forma a un pejerrey grande y que tienen aletas pectorales inusitadamente desarrolladas y transparentes que usan para “volar”, salían como saetas del agua y “planeaban” levantándose del mar 1 o 2 metros, “volando”…
Algunos se remontaban hasta 3 o 4 metros y recorrían una extensión que podía alcanzar los 100 o 150 metros, rozando la superficie del mar. Durante días soleados parecían brillantes flechas de plata que salían del mar lanzadas por invisibles arqueros submarinos.
Durante la noche, los peces voladores se distinguen por la brillante fosforescencia que provocan en el agua en la oscuridad. Además, cuando huyen a altas velocidades, perseguidos por atunes o bonitos, se ven cruzar las oscuras aguas y salir a la superficie como millares de luminosos fantasmas.
Al amanecer, todos los días Pocho recorría la cubierta para recoger los cadáveres de los pobres incautos que, en su afan de volar hacia la luz del Sealestial durante la noche, caían sobre cubierta, sin imaginar que terminarían fritos en aceite hirviendo, para deleite de su captor.
Una boya perdida
Aclaraba el día 23 con un amanecer fuerte e impresionante por la policromía del cielo y las nubes por el Este.
Por el Oeste, se coloreó la luna llena, enorme y aún visible, con un tono escarlata que poco a poco se fue volviendo anaranjado, luego amarillo, y que terminó blanco y brillando en el cielo celeste durante gran parte de ese día, como queriendo alargar su permanencia en el milenio.
Como ya he mencionado anteriormente, tener el privilegio de presenciar semejante espectáculo y sentir la fuerza de la naturaleza desde la inmensidad del mar, solos y aislados del resto del mundo, hace que uno sienta de manera sobrecogedora, muy profunda y cercana, la majestuosidad de la obra de Dios, su presencia y la pequeñez del ser humano frente al universo que nos rodea.
Ese mismo día apareció un pesquero por la amura. Lo llamamos por radio y no respondió. Iba en dirección contraria a la nuestra, pasó a la cuadra como a unas cinco o seis millas de distancia, pero cuando estaba a nuestra aleta, viró y se vino de frente, bastante rápido, con rumbo al Sealestial.
Lo seguimos llamando y no respondió. Navegábamos a unos 9 nudos y como se seguía acercando y ya estaba a unos 100 metros a nuestra popa y acercándose, prendimos motor y nos alejamos, ya que con vela y motor éramos más rápidos que el pesquero.
Recién en ese momento nos llamó a indicarnos que estaba buscando una boya perdida... Estamos seguros de que ni él mismo se creyó ese cuento.
Delfines
Durante la noche el viento refrescó a 12 nudos; apagamos motor y logramos hacer entre seis y siete nudos.
Al amanecer, nos sorprendieron unos juguetones delfines que se regocijaban saltando y retozando en la proa del Sealestial, para luego pasar por debajo del barco, salir por la popa y emprender una desenfrenada carrera hacia nuestra proa casi rozando las bandas del barco, para volver a saltar en la proa cruzándose en el aire y cambiando de banda, repitiendo luego las evoluciones una y otra vez.
El espectáculo era maravilloso, no solamente por las rápidas maniobras de los delfines, sino también debido a los colores del amanecer. Los tonos rojizos, púrpuras y anaranjados se reflejaban en los brillantes cuerpos de los más de veinte juguetones acróbatas que nos acompañaban, compitiendo entre ellos por nuestra atención, siempre tratando de ganarle a sus contrincantes luciendo sus más avezadas y difíciles piruetas.
Todo esto se desarrollaba en un marco de aguas profundas con una tonalidad azul oscuro, atravesada por surcos de un color esmeralda claro, pintados por la estela y las burbujas que los delfines dejaban bajo el agua.
Durante más de una hora observamos atónitos ese impresionante y cautivante espectáculo, hasta que el viento calmó un poco y cuando la velocidad del barco bajó a menos de cinco nudos, nuestros alegres acompañantes desaparecieron como por arte de magia o como si se hubiese apagado una luz.
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