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Friday, May 24, 2013

Ollanta y los guardianes socráticos

Ollanta y los guardianes socráticos

Empezaba a escribir mi nota para esta revista, cuando me contaron que las redes sociales hervían con el rumor de la renuncia de Salomón Siomi Lerner al premierato. Pronto lo corroboré, se archivó a sí mismo el tema pensado y me puse, como tantos otros, a pensar en lo que significa este cambio abrupto y temprano.

Lo mejor a estas alturas inmediatas es pensar en varias hipótesis y explicaciones alternativas a riesgo de que lleguen precozmente envejecidas o incómodamente equivocadas a la publicación impresa.
Mi primera hipótesis provisional es que en política la adversidad une más que el éxito. ¿Es así? Bueno, no en el caso de Alan García, quien en los cada vez más lejanos años de la década del 90, cuando se utilizaban las palabras “reo contumaz” casi como un segundo apellido compuesto del ex presidente, fue abandonado o denunciado por un grupo interesante de sus antiguos compañeros. Cuando García volvió al Perú y emergió como un candidato con posibilidades creíbles de victoria, hubo una silenciosa peregrinación a Canosa por parte de estos ex compañeros, que pasaron de desencantados a reencantados una vez que terminaron el trámite de arrepentimiento y sumisión.
Muchos de éstos conservaron el favor de García hasta el final de su régimen. En cambio, los que mantuvieron fidelidad inalterable a su jefe mientras éste comía el no tan amargo croissant del exilio, tuvieron suerte diferente. Agustín Mantilla cargó con todo tipo de culpas para hacer posible el regreso de su partido al poder; y el premierato de Jorge del Castillo se fue a pique —y su amistad con García también— con el escándalo de los “petroaudios”.
Si la hipótesis no funciona en el caso de García y el APRA, parece que le va mejor en el de Ollanta Humala. En la campaña del 2006, Humala hizo, entre otros, dos importantes nuevos aliados y amigos: Siomi Lerner y Carlos Tapia. La cercanía de ambos sobrevivió a la derrota electoral y se mantuvo durante los siguientes cinco años. Las veces que me encontré con el actual Presidente, a la salida de algún programa periodístico u otro, lo vi acompañado por Tapia. A la vez, Siomi Lerner no solo mantuvo cercanía sino, de acuerdo con lo que sé, fue un importante organizador de contactos y financiamiento de campaña para Humala.
Cinco años de cercanía en la (bien que relativa) adversidad fueron sucedidos por algo menos de cinco meses de proximidad en el éxito. Ya Tapia había debido resignarse a ser consejero del premier y no del presidente antes de su despido, con las resonantes y hasta estridentes consecuencias del mismo que se conocen.
Pero si la salida de Tapia fue finalmente aceptada por muchos como parte de las parábolas mundanas de la política: el empleo de personas y lealtades como peldaños de ascenso al poder, donde supuestamente se precisa otro tipo de gente, nadie (por lo menos nadie fuera de Palacio) pensó en la posibilidad de una salida inminente de Siomi Lerner. Entre otras cosas porque ello resultaba notoriamente perjudicial para el Gobierno y, por ende, para el presidente Humala.
Algunos de los posibles motivos de la salida de Siomi Lerner, de acuerdo con versiones de cierta confiabilidad, serían la percepción de un pobre control disciplinario de ministros, viceministros y consejeros; y que en lugar de haber tenido una sola voz, haya habido una polifonía que a veces habría estado peligrosamente cerca de la cacofonía.
Al lado de eso, la visión del ministro Valdés impartiendo órdenes perentorias en Cañete o Cajamarca, que llevaron a controlar el terreno, puede haber impresionado a Humala, para quien los principios de eficiencia, jerarquía, mando, obediencia y unidad de acción quedaron profundamente arraigados durante sus años de vida militar.
Pasar de las mesas de diálogo a las masas de maniobra y de los tonos persuasivos a los imperativos es siempre una tentación para el poder; y lo es mucho más para aquellos que vivieron en un mundo, el militar, relativamente ordenado bajo esos principios.
¿Qué significa eso para el proceso democrático en este Gobierno? Durante los últimos cinco años, Humala se acercó y finalmente identificó con los valores de la democracia liberal desde una perspectiva de reforma social. Muchos lo vieron entonces como una impostura electoral, un disfraz que, si ganaba, iba a ser prontamente desechado a favor de una salida chavista.
Muchos otros, entre quienes me encuentro, consideramos que había un cambio legítimo y real en Humala, que la identificación con los valores democráticos era auténtica. Su juramento de fidelidad a la democracia reforzó decisivamente esa percepción y lo llevó a la victoria.
Ya en el poder, varias de sus primeras medidas reforzaron la visión de que Humala pertenecía firmemente a ese grupo de socialdemócratas latinoamericanos, como Roussef o Mujica, que buscan el equilibrio entre desarrollo, equidad y libertades.
Es cierto que hubo acciones contradictorias (la ‘reingeniería’ policial del ministro Valdés fue una de ellas), bolsones de ineficiencia, pero, para tratarse de un gobierno inexperto, el Gobierno de Humala terminó sus primeros cien días con una clara aprobación, que reflejaba la confianza conquistada en casi todos los sectores.
Pero luego eclosionaron los conflictos, los ministros disputaron entre sí e irrumpió una sensación de crisis. En circunstancias así, la gente tiende a regresar a sus respuestas primarias. Y eso es lo que parece haber sucedido con Humala.
Cuando apuntaba una sensación de caos, Valdés emergió como la persona capaz de despejar una carretera, controlar una ciudad, imponer autoridad y controlar insubordinaciones. Tanto él como el ministro Castilla, de Economía, lograron mayor acercamiento con el Presidente, que vio a ambos como particularmente competentes en lo suyo.
Así, en medio de la relativa devaluación del diálogo y la revaluación del mando, se terminó de producir un cambio en la correlación de fuerzas que llevó al de ministros.
¿Consecuencias? Pueden ser mucho mayores de lo que el Gobierno espera, dependiendo del camino y las correcciones de rumbo que tome. Si se afronta los conflictos sociales con un porcentaje alto de acciones autoritarias y represivas, puede haber hasta un éxito de corto plazo, pero a mediano y largo plazo las consecuencias serían ciertamente negativas.
Pasar de las mesas de diálogo a las masas de maniobra y de los tonos persuasivos a los imperativos es siempre una tentación para el poder.
Para empezar, la excelente imagen del régimen del presidente Humala en el extranjero se vería prontamente afectada. Un cambio brusco a una orientación represiva no solo despertaría los fantasmas del fujimorato sino que exacerbaría al final los conflictos sociales y socavaría su propia base política y social. Si ese proceso se agudizara, el apoyo de los grupos democráticos que contribuyeron decisivamente con su victoria electoral se transformaría en oposición. Perder el respaldo de quienes a partir de su juramento en pro de la democracia se movilizaron (con Mario Vargas Llosa como figura señera de ese esfuerzo) en el Perú y fuera de él para lograr su victoria, sería, dicho eufemísticamente, un durísimo contraste para Humala. ¿Todo eso solo por un cambio inoportuno de estilo y de Gabinete?

No. Realmente, no. Pero en medio de la austeridad verbal del Presidente, ha habido algunas declaraciones que, en el contexto de lo ocurrido en el Gabinete, requieren aclaraciones y, en caso necesario, rectificaciones. Sobre todo en el caso de los “guardianes socráticos”.
Es un término que parece ejercer una particular fascinación sobre el presidente Humala, y no desde ayer. A fines del 2005, en una entrevista que dio al semanario regional Expresión, Humala se calificó a sí mismo como tal: “He prestado mis servicios a la nación, que está por encima de los gobiernos de turno. He sido un soldado del Estado, un guardián socrático de la República, como dice Platón, y no un servidor del Gobierno”.
Hace pocas semanas, Humala incluyó también a los periodistas en la categoría de “guardianes socráticos”. Al inaugurar la 67.ª Asamblea de la SIP, dijo que los periodistas “deben ser los guardianes socráticos de la República, igual que un sacerdote que lleva la palabra de Dios no puede ponerse de bodeguero. La prensa también debe ponerse la sotana del amor a la verdad, éste es su verdadero poder”.
Y finalmente, en la ceremonia militar del 9 de diciembre en la Pampa de la Quinua, Humala volvió a mencionar el concepto, esta vez con otro contexto. El Presidente opinó en contra del derecho de voto a los militares, no para restringir sus derechos sino para, supuestamente, preservar su pureza: “[…] tenemos que alejar a los guardianes socráticos de la nación, de la República, de lo que es la política del día a día. Porque la tarea del soldado es superior porque está por encima de las discusiones de coyuntura política. El soldado es como un sacerdote que está más allá del bien y del mal y que su único objetivo es mantener la tierra, nuestra tierra […] la tierra que nos une”.
Hasta ese momento no había grandes problemas con la metáfora de “guardianes socráticos”, referida, por ejemplo, a los periodistas. Yo alguna vez escuché decir al gran Bill Kovach, a quien muchos periodistas admiramos como maestro ejemplar, que para él el periodismo era lo más cercano a la religión. Claro, la devoción por la verdad, servir al pueblo dándole el poder de la mejor información posible, a riesgo de lo que sea, requiere un compromiso trascendente, que incluye la disposición a arriesgar la vida cuando sea necesario.
Puede haber mucho de socrático pero muy poco de platónico en ese compromiso. Porque el periodismo requiere la Democracia para su desarrollo pleno y debe estar al servicio de cada ciudadano, alimentando su conocimiento, su capacidad de discutir, de argumentar, de debatir, deliberar y, sí, de reclamar. Bajo la guisa de mensajero, la misión del periodismo es la de ser el tribuno de la plebe, el promotor de la discusión, la irreverencia y la igualdad. El orgullo de todo buen periodista es el de ser un buen ciudadano, uno más entre sus pares, al servicio de sus derechos. Ningún periodista que no esté chiflado pretendería ser una orden especial, una suerte de templario de la información, una casta aparte sujeta a reglas propias. Y mucho, mucho menos, considerarnos “más allá del bien y del mal”. El mayor orgullo que se puede tener es ser ciudadanos de una república de mujeres y hombres libres, que se sienten iguales entre sí y no permiten que nadie se considere más allá del bien y del mal.
Y lo que se aplica al periodista, al ciudadano, se aplica también al soldado. El soldado en una democracia es un ciudadano, como el ciudadano Sócrates en campaña, cerca de Alcibiades, fatigando la vigilia pero despertando la lucidez de los campamentos con sus preguntas interminables. Ese concepto, el de ciudadanos que defienden su nación, nada tiene que ver con el profundamente antidemocrático y muy reaccionario de los militares como una suerte de orden templaria, un sacerdocio en armas para formar instituciones “puras”, que por entender supuestamente mejor “los valores trascendentes” de la nación, asumen una función “tutelar” sobre los políticos de la coyuntura.
Este concepto, desarrollado por la derecha ultramontana, sobre todo en la Francia del siglo XIX y comienzos del XX, es estructuralmente enemigo de la Democracia y ha estado detrás de decenas de golpes de Estado y de casi todas las sangrientas dictaduras contrainsurgentes en Latinoamérica.
Nadie está más allá del bien y del mal en una Democracia. Ni el Presidente, ni uno solo de los militares. Y por eso mismo merecen tener el básico derecho ciudadano del voto. No es necesario hacer manifestaciones políticas en los cuarteles para que los soldados y oficiales tengan el derecho de pensar y decidir mediante su voto.
La verdad, ese discurso me preocupó más que el cambio de ministros. Pero como ambas cosas se relacionan entre sí, la preocupación fue algo mayor. La filosofía nutre el alma y, por ello, pudiera considerársela un alimento. Pero es de los que no se ingiere crudo. Necesita un procesamiento permanente, un pensar constante. Ése es su problema y su gloria.
Propongo al Presidente, entonces, que seamos, en efecto, guardianes socráticos pero en el mejor sentido del término. Cultivemos la mayéutica en redacciones y cuarteles. Entrenemos a los ciudadanos en el arte de la pregunta precisa y reveladora. Seamos todos guardianes para que así podamos también ser todos reyes filósofos. Que en la democracia, eso es lo que somos.

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