Este de abajo soy yo, hecho una ballena. Pongan en mute el video. Olvídense de lo que digo, y miren esos cachetes de marrano en pleno proceso de engorde. Pongan sus ojos sobre mi papada, casi comestible a la parrilla. Tenía grasa como para iluminar los faroles de toda una ciudad.
Dicen que la televisión engorda. Yo no podría saberlo, porque esa noche tenía encima 20 kilos de más, y antes de ir al set tuve que sacarme la pijama e introducirme en los pantalones con un calzador, y después tumbarme en un sofá y meter la barriga para subir el cierre y asegurar el botón.
Me estuve meando durante toda esta entrevista, por la presión del jean sobre mi vejiga, y al volver a mi casa, lo único que quería era liberar a mis rollos del yugo de la ropa y ponerme de vuelta la pijama. Y después prender el Netflix y comerme un panetón.
Tuve la suerte que el peso extra se me repartiera por el cuerpo en vez de concentrarse en un solo lugar. Pero igual era un gordo que veía series y vivía en pijama.
¿Es que no me habían enseñado a comer y a mantenerme activo? Mentira. En mi casa siempre se comió de todo, y lo justo. Nunca hubo gaseosas ni dulces en la refrigeradora ni en la despensa. Si queríamos un postre, mi vieja nos daba una fruta. Era lo que había. Y deportes he practicado no se cuántos desde que era pequeño. Así que por ahí no iba el tema.
¿Es que me había olvidado de la educación que recibí en mi casa, de comer bien y salir a nadar, o a correr? Tampoco. La esposa de mi papá es nutricionista. Mi hermana es nutricionista. Y estuve casado cinco años con una nutricionista. Me alimenté de semillas mientras duró ese matrimonio. Tengo a la importancia de una buena alimentación machacada en el cerebro con un cincel. Y con todo, estaba hecho una foca.
¿Qué pasaba entonces? Que tenía una depresión de caballo. Un psiquiatra me había recetado unas pastillas que no me dejaban sentir nada, y que me habían quitado todo deseo sexual. No se me empalmaba ni con una grúa. Lo único que me motivaba a levantarme de la cama y a salir de la casa era la idea de sacar a mi hija a dar una vuelta en su cochecito, con una sola meta bien clara en la cabeza: enfilar sin paradas hacia la Pastelería San Antonio, y empujarme una tartaleta y un mil hojas de fresa; buenazos, por cierto, que ya se sumaban a los cuatro ciabattas con mantequilla y mermelada que me había comido en el desayuno, y a los dos platos de menestras, carne y arroz que metía entre pecho y espalda para el almuerzo. Encima tenía la concha de pedir sacarina cuando el mozo me ofrecía una manzanilla para que resbalaran mis pasteles.
Había gente que me decía que me veía más robustito. Otros me preguntaban si había subido de peso (no huevón, me he comido una combi nomás). Y otros directamente me llamaban gordo. Especialmente mi papá. ¿Me gustaba estar hecho un manatí? No. ¿Me causaron algún trauma imperdonable por hacerme esas bromas? Tampoco.
Primero, porque ya no era un niño. Agárrense: ya no somos niños.
Segundo, porque tenían razón. Era verdad. Mis dimensiones eran las de un cetáceo.
Y tercero, porque no eran ellos los que se empujaban las tartaletas de fresa y se chupaban hasta el agua de los floreros. Era yo.
Con esto, no quiero decir que toda la responsabilidad por la obesidad y el sobre peso deba recaer sobre el individuo. Obviamente, ni de lejos, es tan simple. ¿Pero, al final, qué podía hacer? ¿Caer en este juego victimista y lacrimógeno, tan adolescente, pero tan común entre cuarentones contemporáneos que todavía viven con o de sus padres, y decir que si me había vuelto un hipopótamo era por culpa de la publicidad, el consumo y la sociedad capitalista? Preferiría comer caca antes que perder así la dignidad.
Estaba gordo, y por añadidura, era un gordo mental. Me ponía la comida. Y cuando no pensaba en comer, quería pegármela con mi amigo el Filio viendo un partido de la selección. Ver remontar a Perú esas eliminatorias, fue de las poquísimas alegrías que tuve en esa época ligeramente oscura de mi vida.
Una vez llegué a mi casa como a las cinco de la mañana, después de un partido, mamado hasta el culo, con un bividí que había intercambiado por mi camisa con un travesti. Su bividí de colores me quedaba al cuete. Este hombre, en cambio, con mi camisa, había pasado de drag queen a verse como un funcionario público. Jajajaj.
Desperté hora y media después, porque mi hija chillaba por su biberón. Con toda la razón del mundo, su mamá se había largado a la calle. Tuve que cambiar pañales y preparar mamaderas y hacer caritas, con la peor resaca que recuerde. Entiendan ese castigo, esa venganza, este aprendizaje que la mamá de mi hija me dejó para la vida, y que nunca terminaré de agradecer en toda su dimensión. Fue horroroso, pero me lo había ganado, y al final me hizo un favor. Ese día comencé a dejar de chupar. Hoy soy prácticamente abstemio. Igual cuando me acuerdo de esa juerga…jeje…fue tan memorable que pienso que cada minuto del dolor infame al que me sometieron mi hija y su mamá, valió la pena.
Ahora bien, hace unos días dos señoras se ofendieron porque dije gordo, en el contexto de que el 85% de los muertos por Covid–19 en el Perú, sufría de sobrepeso u obesidad. No le había dicho gordo a nadie en particular. Me había referido a este universo de personas que tienen más riesgo de morir por coronavirus, debido a su sobrepeso. Si esta pandemia me agarraba con el estilo de vida que tenía hace unos años, de contraer la enfermedad, seguramente mis posibilidades de morir también iban a ser más altas que las que tengo ahora.
Por chancho.
¿Qué hacemos con los gordos?, me pregunté. ¿Por qué hemos formado una sociedad que ceba a unos y hambrea a otros? Se están muriendo los gordos, escribí en mi Facebook. Hay gordos enclaustrados en sus casas con un miedo peludo a contagiarse de coronavirus, con todas sus esperanzas puestas en la llegada de una vacuna. Pero la vacuna, no va solucionar el estilo de vida que los condujo hacia la obesidad. Solo pondrá un parche temporal a su peligro de muerte por Covid–19.
Una señora, que ya tenía mapeada, puso el grito en el cielo.
– A promover la gordofobia (sic)– en una, atacó.
– Estamos conversando de un asunto sistémico –respondí–. Si quieres aportar a la conversación genial. Pero si quieres hablar de ti, te podría pasar el dato de varias amigas que son psicoanalistas.
Para ella, los términos correctos para referirse al creciente porcentaje de gordos que componen a la población mundial eran sobrepeso y obesidad. Y que yo, al usar la palabra gordo, no hacía más que promover la gordofobia. Que el término gordo era subjetivo. Cualquiera podía ser más gordo o más flaco a los ojos de los demás. Y que mi terminología era irresponsable porque los gordos ya eran una minoría discriminada. Esto último es cierto. Pero ella agregaba que lo que hacía yo al llamar gordos a los gordos, era patologizarlos (sic) desde mi posición masculina hetero–kilogramo–normativa (el agregado de la palabra kilogramo es mío).
El caso es que hay tres mil formas de hablar de lo mismo. Unas más coloquiales, otras más académicas, unas más serias, otras con más humor. Y además se pueden combinar todas. Pero para esta NKVD de la lingüística, había que limitarse a las dos palabras que sacó de su Manual de Carreño de las buenas costumbres del progresismo estatal de la izquierda.
– Si es es por la corrección y la guardianía del lenguaje y las buenas costumbres –contesté– que al final, es lo que te importa, concordemos en llamarlos: personas de volúmenes diferentes. Ese es el término correcto. Estoy seguro que con eso se bajará su tasa de mortalidad por Covid-19
– El 60% de los fallecidos son varones– respondió– ¿Qué hacemos? ¿Que las mujeres dejen de tener hijos hombres, o ponemos a todos los hombres en cuarentena hasta que esto pase? –estaba claro que la idea de encerrar a todos los hombres en su casa, la seducía–. Esto habla de que la mortalidad del coronavirus tiene una relación directa con el género…
Hay una ironía científica que ella nunca tomó en cuenta, y que tiene que ver con el funcionamiento del virus. Hasta donde entiendo, el Sars–Cov–2 ingresa a nuestro sistema pegándose a los receptores ACE2. La mortalidad de los hombres por Covid–19, en efecto, es más alta, porque la testosterona fomenta la producción de estos receptores. Pero el cuerpo de un gordo genera estos receptores de forma desbocada. Esta es la misma razón por la que los hombres somos más propensos a dolencias como la hipertensión que las mujeres. Y claro, la hipertensión es una de las consecuencias de la obesidad, y una de las condiciones pre existentes sobre las que se seba el coronavirus. Los estrógenos, por el contrario, funcionan como una barrera natural para la infección, porque desalientan la producción de estos receptores ACE.
Entonces, ¿qué íbamos a hacer con las mujeres que han pasado la menopausia, que ya no producen estrógenos? ¿También había que poner en cuarentena a todas las viejas? ¿Qué hacemos con las mujeres que están tomando testosterona para cambiar de sexo? ¿También ponemos en cuarentena a esta parte de la comunidad trans?
– Ya. Nadie entendió por qué dije lo que dije– agregó mas abajo, en un conato de berrinche, después de que nadie había contestado a su comentario.
¿Por qué sería? A lo mejor, es que su comentario era una memez. Tengo que reconocer que mi paciencia es cada vez más cortita para este tipo de cosas, pero que al mismo tiempo me divierte, y me cuesta un montón morderme la lengua cuando la situación demanda que me quede callado la boca.
– Tranqui – contesté, con toda la ausencia de sabiduría de la que soy capaz– ya todos sabemos que estás por encima del resto.
Craso error. Fue cuando una segunda apareció de un salto sobre mi muro. ¿Por qué estos personajes nunca aparecen solos? Es como si siempre fueran de a dos, y luego se multiplican por este factor: cuatro, ocho, dieciséis. No sé si esta sea una de las características mitológicas del troll. Puede ser.
El problema de fondo, no era que las ideas que elucubraba la primera pudieran ser una tontería (porque, claro, no hay posibilidad alguna de que a una mujer se le pueda ocurrir una estupidez; la posibilidad de cagarla es un atributo exclusivo de la masculinidad) sino que, para mí, el problema era que quién las había expresado, era una mujer. ¡A la mierda con los gordos muertos por el coronavirus! Cómo había respondido a su primer ataque que si quería hablar de ella, le podía pasar el dato de un psicoanalista, o que si quería discutir, mejor se arrancara de mi muro, mi perfil coincidía ahora con el de un maltratador.
Yo abusaba psicológicamente de la primera, sin que esta segunda se detuviera en que habían habido dos advertencias previas, y que ambas ingresaban voluntariamente a mi muro del Facebook, una y otra vez, (¿para qué seguían entrando? ¿para que yo continuara abusándolas psicológicamente? ¿es que sufrían de algún tipo de síndrome de Estocolmo?) sin que tampoco se les cruzara por la cabeza, que lo suyo, a cambio, podía verse como un hostigamiento.
Policías del lenguaje y de la moral de género del conservadurismo de lo que ahora se llama feminismo, estaban convencidas que yo debía dejar que me sacrificaran públicamente, empalándome como a un chanchito en el altar de su superioridad ética, por llamar gordos a los gordos.
Bloqueé a la segunda. La otra se marchó indignada, dejando tras de sí algunos insultos, y yo recordé esta historia de mi vida anterior, y me pregunté: ¿cuando estaba gordo, qué era? ¿Es que acaso era una persona de volúmenes diferentes? ¡Anda ya! Estaba hecho un cerdo, y además tenía un problema con el alcohol. ¿Y?
Había sido un gordo, y un borracho. Así como ahora pienso y digo lo que me da la gana. Y lo hago sin pedir permiso, ni suplicar por perdón. Y creo que ése, en el fondo, era su problema. Que reclaman esto para ellas, pero a veces pueden ser incapaces de soportar la completa ausencia de culpa en un hombre, por existir como una ballena.
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