Narcisismo de muerte
Si Alan García se supiera inocente de los cargos que se le imputan, no se habría suicidado. Temía a las pruebas de su corrupción.
Admito que el suicidio de Alan García me remeció íntimamente. Una decisión tan extrema, que involucra tanto sufrimiento personal y el de sus seres queridos, me afecta y me cuesta mucho trabajo pensarla. Por eso he guardado silencio hasta hoy, momento en que ya no puedo rehuir el desafío de intentar decir algo respecto de un instante decisivo en nuestra historia política. Porque ese disparo en la sien del ex presidente nos confronta a todos y cada uno de los peruanos.
Si Alan García se supiera inocente de los cargos que se le imputan, no se habría suicidado. No es a las marrocas ni a las rejas que temía tanto como a las pruebas irrefutables de su corrupción. Por eso lo de Nava fue la estocada fatal.
He sido de manera consistente un crítico implacable de la política ejercida por el líder aprista. Desde los desvaríos de su primer gobierno, en donde quiso gobernar en función de sus erráticos episodios anímicos, hasta el segundo, en donde una supuesta madurez lo llevó a tesis tan racistas y clasistas como la del perro del hortelano.
Es todo un reto procurar conservar la neutralidad profesional, al mismo tiempo que es preciso recurrir a nuestras herramientas técnicas para decir algo útil respecto del bien común. Nunca me permitiría, por ejemplo, aventurar un diagnóstico de su psicopatología ni de su gesto final. Sin embargo, me resulta inaceptable quedarme callado frente a la carta que nos envió a todos. En su funeral.
Así, cuando afirma en esa misiva final “He visto a otros desfilar desposados guardando su miserable existencia”, es inevitable contrastar tan desdeñosa adjetivación con la tradición del martirologio aprista.
Si pensamos en que su padre fue uno de esos perseguidos por sus ideas, solo queda preguntarse si la tragedia del ex presidente suicida no fue la de saber en su fuero interno que a él no lo perseguían por su ideología elástica y oportunista, sino porque, contrariamente a lo que machacaba, él también se vendió.
Prefirió morir encerrado en su propia narrativa que expuesto a la justicia impartida por esos jóvenes magistrados provincianos a los que enrostró su desprecio en esa carta final. De ahí la urgencia de defenderlos ante la coalición organizada para frenar la lucha anticorrupción, aprovechando el dolor y el desconcierto de su dramática decisión.
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